Podría trazarse un esbozo histórico de la evolución del ferrocarril como medio de transporte en España: por qué el ancho de vía RENFE es distinto a los del resto del mundo o por qué el ancho de vía de FEVE es menor…, pero eso, aunque interesante, no es el motivo de estas letras. Además, se puede consultar en muchos otros y más o menos sesudos sitios, y no trata de un Rincón.
La cuestión es que, por lo que sea, la estación, el tren, es como ese árbol que antes refrescaba con su sombra a una casa, tenía un columpio colgado de sus ramas y niños trepando a ellas. Estaba poblado de nidos de aves canoras, y flores en primavera. En cambio, ahora solo tiene por inquilinos a gusanos, hongos y topos bajo sus enclenques raíces. Cuando el año obliga a que sus hojas caigan, proporciona una imagen que solo puede definirse como triste. La estación es, aun anunciando el nombre robado en dos de sus fachadas, pese a seguir en uso, la imagen muerta de una ruina que lucha por alcanzar ese nombre.
Si ese letrero que pende del alero chirriase al moverlo el viento, iluminado por los relámpagos, se estaría viendo una película de terror: la escena en que los inocentes muchachos se resguardan de la tormenta en el peor lugar que posible, y acaban todos muertos menos uno.
Los carriles oxidados conforman un desvío de la vía principal que lleva al apartadero del andén, con un cambio de agujas que parece arrebatado de una película vieja del oeste. Las puertas tienen rotos que anuncian que aquello que se guarda en el interior del edificio no vale mucho o no importa a nadie. La casa de enfrente, antaño taberna, está desahuciada y desaliñada, como sus últimos y desastrados ocupantes la dejaron. Hay incluso un cartel amarillo de FEVE, antigua empresa estatal que ya no existe como tal desde 2012.
Al aproximarse a la estación desde La Acebosa, para acabar de dar un aire de dejadez al conjunto, hay amontonados junto al camino raíles y traviesas. Los acopios de material de obra, según transcurre el tiempo, producen la sensación de abandono de los trabajos de construcción que no se sabe si se acabarán algún día. Esas traviesas y raíles cubiertos del rojo del orín es lo que gritan: que están ahí desamparados, incapaces de colocarse en su lugar por ellos mismos, ignorantes de si llegarán a ser utilizados para aquello para lo que fueron proyectados.
Una amable señora informa al paseante de que solo llegan dos trenes al día en cada sentido. Y eso si aparecen, pues muchos días un autobús los sustituye. O directamente no viene nada. El paseante, por ver qué pasa, pulsa el botón de INFORMACIÓN. Se marca un teléfono al que nadie responde en más de media hora, aunque se oye cómo continúa sonando el tono de llamada. Si es que ahora los pueblos están olvidados, concluye la anciana, marchándose.
El tren de las 12:03 llega, al fin, a las 12:31. Detiene su traqueteo junto al andén y el paseante, que ha engañado al conductor allí sentado, camuflado como un posible viajero, no se mueve. Tras unos segundos, sin conseguir al pasajero por el que paró, el convoy se larga, enfadado.
La decrepitud vuelve a reinar.