El árbol del muro – El Diario Montañés

La Barra de San Vicente es, no cabe duda, uno de los lugares que más se pueden disfrutar. Solamente eso, en un lugar tan agraciado como este en cuanto a la belleza de sus parajes, ya significa mucho.
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Antes de llegar al destino, uno se topa con un árbol. Pero no es un árbol cualquiera, no. Da igual de qué especie de árbol se trata. Lo peculiar de este árbol es que atraviesa, como si tal cosa, un muro.

Alguien decidió, años ha, que una línea inexistente, como son casi todas las líneas humanas, debía erigirse en muro y, mampuesto tras mampuesto, levantó una tapia para delimitar lo que antes no tenía fronteras. Es un acto tan humano como poner precio a las posesiones o nombre a los hijos, e igual de incomprensible para la Naturaleza, que no entiende de más términos, bordes o confines que los propios. Esa tapia, desde su misma gestación, creó un incidente entre la vida previa y la construcción que allí quería establecerse, imposible como es desde que el Tiempo es Tiempo que dos cuerpos aquí en la Tierra ocupen el mismo espacio.

Cualquiera que tenga una mínima experiencia o conocimientos de obra sabe que no es buena idea hacer nada al lado de un árbol, de cualquier vegetal, en realidad. Una obra se basa, se cimenta, en la estabilidad, en no moverse de allí donde alguien decidió ubicarla, seleccionando el lugar óptimo tras arduas reflexiones o confiadas suposiciones. Sin embargo, caprichosa ella, la vida se mueve, precisamente porque está viva. Se desplaza allá donde pueda medrar en pos de una mejor existencia, de seguridad en su reproducción o supervivencia. Y es por eso que una obra ejecutada junto a un vegetal, si el emplazamiento de aquella interfiere con las intenciones de este, se verá relegada, empujada fuera de su situación original. Suele suceder con las raíces, que se empeñan en estorbar a las cimentaciones cercanas yendo en pos del agua que necesitan. Sucede también con troncos y ramas, que en vez de agua prefieren la luz y, tercos ellos, acuden hacia donde sea para conseguirla. El tronco de este luchador árbol, cual político de los de ahora y siempre, creció torcido. No en intenciones, sino hacia un lado, en vez de hacia el cielo, buscando algo que sabía que necesitaba, soslayando las intenciones humanas.

Aquel que alzó este muro lo sabía. O debía haberlo sabido. No vio mejor modo de sortear el peligro del árbol entrometido que rodearlo, abrazarlo, creyendo así poder contenerlo. El árbol no protestó. Ya haría lo que quisiera, sin pedir permiso, como no se lo habían pedido a él. Pero a su ritmo.

Un día, el muro amaneció cuarteado. Alrededor del hueco por el que la obra de fábrica se calzó al vegetal nacieron grietas. Tal vez el tronco aún no había ensanchado del todo. O simplemente se movió, como es prerrogativa en su especie. Y el constructor de límites tuvo que reparar la fisura. Pero el árbol no se rindió, siguió en sus trece.
No hay mampuesto, ni argamasa, ni aun sillería si hubiera sido así, que venza en esta batalla, perdida antes de entablarse. Los restos de esa lucha aún pueden apreciarse en los distintos colores de las rocas usadas para cada una de las sucesivas reparaciones, en la grieta que, tozuda, el árbol sigue ensanchando día a día. Ni el blanco porexpan moderno ha servido más que para dar una pátina de flexibilidad a lo que la rigidez no soporta.
La vida se abre camino, y este árbol siempre vencerá al muro que intenta domeñarlo.

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Eduardo Noriega

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