10.- RODEADOS
Tarasiata, inmediatamente, se interpone entre la Emperatriz y el peligro, en posición defensiva. Lairgnasata, erguida y orgullosa, no se mueve. Su mirada vuelve a su negra normalidad al tiempo que el viento deja de soplar. Xavi está detrás de ella, oculto tras su minúscula persona, aunque parezca imposible. El grande Luhuata y yo, ignorantes de lo que ocurre, estamos encogidos, replegados sobre nosotros mismos, a la espera de que algo, seguro que malo, caiga.
Los seres voladores, tras circunvalarnos durante unos instantes y ver que nadie más sale de algún escondrijo, posan sus garfas en la roca. Son cuatro. Tienen la altura de dos elefantes puestos uno sobre otro. Sus pasos, torpes en tierra como los de un pingüino con sobrepeso, amenazan muerte. Rascan la piedra que pisan, abren surcos en la roca. Sus ojos destilan peligro y, al detenerse, quedan fijos en nosotros. Acercan su pico al suelo y se agitan, como si algo entre los hombros les produjese picor. Las plumas de su nuca se encrestan y de bajo ellas aparecen tres boqmu. ¡Estos monstruos asesinos son el transporte de esos a quienes esperamos! Los desconocidos pasan una pierna sobre el cuello de sus monturas y saltan ágilmente al suelo.
Miro a nuestros amigos. Su rostro muestra sorpresa. Diría que, para ellos, estos seres alados son tan nuevos como lo son para mí. Y, empero, ellos no son la amenaza.
Uno de los recién llegados se adelanta y ladra:
—¡Debíais venir solos! ¡OS LO ADVERTÍ!
Tiene que ser Rimidalvata.
Estos boqmu, o boqmurek, como los llaman Luhuata y su gente, son las mismas criaturas. No queda lugar para la duda en cuanto a eso. Solo sus ropajes los distinguen a mis ojos. Nuestros amigos visten prendas de piel en colores ocres, mientras que los jinetes de estos monstruos alados tienen atavíos negros. Sucios de tierra, polvo y viaje, pero negros. Donde los boqmu llevan el torso siempre descubierto, estos boqmurek portan una camisola o una banda de un palmo de ancho, también en negro, a la que sujetan sus armas. Sus cabellos, igual de sucios que su vestuario, no son, en estos tres, del mismo tono. El que se adelantó y nos espetó la amenaza tiene el cabello albino como los que ya conocemos. Sus compañeros no. El pelo de uno es bruno como el de la Emperatriz. El otro posee una extraña mezcla entre pardo y azul, como hubiera ido a aplicarse un tinte de estos modernos y algo hubiera salido mal.
—¿Quién eres? —La voz del Grande entre los grandes se sobrepone a todas las emociones.
—¿Y quién eres tú?
—Sabes quién soy. Me han citado aquí. ¿Eres a quien llaman Rimidalvata?
—Ese es mi nombre.
—¿Y qué es lo que quieres? —Por un instante pienso que la conversación discurrirá suave, con el tacto diplomático y estúpido que conocemos en nuestros días, pero no— ¿Por qué atacas nuestros asentamientos? ¿Por qué has asesinado a los pobladores de Gua?
—Eso no han sido más que piedras en mi camino que he tenido que apartar. Solo tú, y ella —Señala a la Emperatriz. Luego vuelve su interés hacia los demás—, valéis algo para mí. ¿Quiénes son esos? Ordené que nadie os acompañara.
—Tampoco vosotros habéis venido solos —Las primeras palabras de la Emperatriz de los Cielos manan con asombrosa seguridad y son para echar algo en cara al enemigo—. Vuestras cosas han matado a seis buenos e inocentes boqmu.
—Así sabréis el precio de la desobediencia. No acatar mis mandatos solo conlleva la muerte.
Rimidalvata, pese a sus desafiantes palabras, parece haber dejado de tener interés para la Emperatriz. Los faros de oscuridad de la niña se centran en el boqmurek de cabello corvino, el único como el suyo. Sus ojos son también negros. Avanza hacia él. Las ropas de la Emperatriz están algo manchadas tras la noche al raso. Pese a ello, el blanco le aporta un aire de prevalencia que ninguno tenemos.
—¿Eres Sidasfoata?
El boqmurek a quien se ha dirigido diríase desconcertado. Ella lo mira con curiosidad y serenidad. Inclina la cabeza. Él la mira, dubitativo, temeroso de algo.
—Sí…
—¿Eres… mi hermano?
—Creo que… sí. Al menos, eso me han dicho. —Sus ojos consultan a Rimidalvata, buscando respuesta a una pregunta no formulada.
—¡¡Él es el verdadero Emperador de los Cielos!! Nacido antes que tú, impostora servil y despreciable y, por ello, el verdadero depositario del poder de hablar con los cielos.
—¿Por qué albergas tanta ira contra mí? ¿Qué he hecho para provocar en ti tanto odio?
El contraste entre el rencor de unas palabras y la aparente inocencia de otras es demasiado fuerte. Al malvado líder de los boqmurek le tiemblan los labios.
—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? ¿Que qué has hecho?
La cólera de Rimidalvata se contiene por un instante, que utiliza para ordenar sus pensamientos y sus acusaciones. Se dispone a continuar, pero una voz se le adelanta.
—Has condenado a tu hermano, primero a muerte y luego al olvido. Has sentenciado a penar por siempre a todos aquellos que hemos cuidado de él desde que era un infante. A todos los que no seguimos a pies juntillas los dictados de tu querido Luhuata o tus brujerías, en verdad. Has negado a nuestro pueblo los dones que regalas a los demás, a tus queridos boqmu.
Quien habla es el tercero de su grupo. El del cabello con las mechas azuladas. No había abierto la boca hasta ahora. Es más alto y corpulento que los demás. Me recuerda a Kolmanata, el fornido guerrero que guio nuestro carro cuando huíamos de los boqmurek. Parece que fue hace mil años. Pero la inocencia de la mirada en Kolmanata es, en este boqmurek, un concentrado de inquina dirigida hacia todos los que tiene enfrente.
Lairgnasata deja de lado a todos. Solo su hermano existe para ella. Está fascinada. Nunca creyó en los rumores de que tenía un hermano vivo. Nunca, hasta que lo ha visto con sus propios ojos.
—¿Por qué estás con ellos y no conmigo? ¿También tú me quieres muerta?
—Tú eres quien…, tú has hecho que ellos, que nosotros, estemos…, pasemos…
—Sí, Sidasfoata. ¡Ella! ¡Ella y los suyos! ¡Él! El Grande entre los grandes Luhuata, que es quien dispone sobre la tierra los afanes de esta hechicera de tres al cuarto. Por su culpa no tenemos hogar, ni tierras que cultivar. Por su culpa nuestros hijos mueren de hambre y padecen enfermedad.
Sus ojos brillan de fuego y odio. Si no fueran ya rojos, desbordarían sangre a punto de estallar. Lloran de rabia y, quizá, de recuerdos de dolor no superados.
—¿Cómo que por nuestra culpa? ¡Nunca hemos hecho nada de eso de lo que nos acusas! ¡Nada más que procuramos el bien de todos los boqmu, con la ayuda de la Emperatriz de los Cielos y sus habilidades!
—¿Y qué sucede con esas habilidades en los lugares que no son destinatarios de vuestros acuerdos con los cielos?
Rimidalvata.
Nadie responde.
—Calláis. Claro. Os avergonzáis. Claro. No tenéis valor para reconocer, y mucho menos para decir, la verdad. Mientras derramáis bendiciones sobre las tierras de los boqmu, los boqmurek perecemos, imposibilitados de prosperar en un mundo que nos es más hostil gracias a vosotros.
—¿Y por qué no trajisteis vuestro pueblo a nuestras puertas? ¿Por qué no mercadeáis con nosotros? Cualquier cosa hubiera sido mejor que iniciar esta matanza.
—¿Y rendiros pleitesía? ¿Y pagaros tributo cuando apenas tenemos para vivir? ¿Y condenar a nuestro emperador? ¿Al legítimo emperador? Ha sido gracias a él que hemos sobrevivido estos años. Con vosotros, no tendría más que un destino posible: la muerte.
—No…
—¿No? —Rimidalvata está en verdad sorprendido.
—No tiene por qué ser así —dice la Emperatriz, al tiempo que piensa. No son palabras premeditadas. Su sociedad está evolucionando en estos instantes. Improvisa, sin tiempo para reflexionar, cómo podrá ser su futuro, inevitablemente encadenado al de su hermano—. Podemos vivir ambos. Hablar ambos con los cielos. Ayudar ambos a nuestro pueblo… a nuestros pueblos, a que vivan en armonía, afanándose juntos, sin dejar a nadie de lado.
—¡Jamás!
Tarasiata, que había pasado desapercibido hasta ahora, irrumpe en la conversación, armado con su cuchillo. No lo enarbola ante él en modo lucha o defensa: la daga está preparada para ser arrojada.
—¡Solo puede haber una Emperatriz de los Cielos! ¡Y solo puede ser hembra!
El cuchillo surca ya el aire, dirigido con maestría hacia el pecho de Sidasfoata.
—¡Hermano!
Pero Lairgnasata no tiene por qué temer por la vida de su hermano. Aquellos que lo salvaron cuando bebé, que lo protegieron durante su infancia, continúan velando por él. El boqmurek corpulento y malencarado de mechas azules llega a tiempo de interponerse entre el dardo lanzado por Tarasiata y su destino. Tras cumplir con su deber, cae, con la hoja en mitad del pecho. ¿Tienen ahí el corazón? Está casi muerto antes de llegar al suelo. Solo le quedan de vida los mismos magros segundos que restan de alentar a sus pulmones, silenciados para siempre por el acero. Cuando el niño de cabello negro se pone de hinojos, a su vera, sus ojos ya no brillan, su aliento ya no es.
—¡NOOOO! ¡Jolmata, no!
Lairgnasata mira con impiedad a aquel que tiene su protección como principal razón de existir. Durante un instante. De seguido, se arrodilla junto al cadáver que vela su hermano. Él, empero, no entiende su gesto.
—¡Tú! ¡Has sido tú! ¡Siempre eres tú!
—¿Qué dices? ¡Nada he hecho que provoque esto! ¡Lo has visto! Lamento mucho que tu amigo haya…
—¿Veis, mi Emperador? ¡Siempre son ellos! No importa cuán justas sean nuestras demandas. Los boqmu las aniquilan antes de nacer y aplastan a quien las defiende.
Sidasfoata mira alternativamente a su hermana y a su guía, Rimidalvata. Su mente está decidiendo en la palabra de quién confiar. Su corazón ya lo sabe.
Xavi y yo hemos asistido a este episodio desde un más protegido segundo plano, si es que algo de lo que está sucediendo desde que naufragamos puede hacernos sentir seguros. Xavi, indudablemente, está luchando en su cabeza con todo lo que sucede. Si a mí me cuesta entenderlo, no quiero pensar lo que estará pasando por su mente. Aunque muy preocupado por lo que presencio, agradezco nuestro papel secundario en esta charla.
Así van las cosas hasta que mi reloj intenta cobrar un protagonismo indeseado. Es la alarma de tormenta de mi Garmin Fēnix 6X Pro, el mejor reloj del mundo para los cazadores de tormentas. Está configurado para que, cuando la velocidad de los cambios de presión detectados por su barómetro supere el umbral de un hectopascal por hora, me avise. Pero hace mediciones constantes, a cada momento. Y, por la intensidad de su pitido, la presión está bajando muy, muy rápido. Miro al cielo y lo que veo me asusta aún más. Un tornado del tamaño de este monte gira sobre nuestras cabezas. En su vórtice, relámpagos, todavía mudos, irradian chispas que preludian algo mucho más grave.
No sé de dónde sale el tipo que comete tamaña insensatez. Todavía me cuesta creer que sea yo.
—¡Emperatriz! ¡Apartaos! ¡AHORA!
Agarro a Lairgnasata, del brazo primero y de la axila después, y la alzo del suelo, llevándola conmigo. ¡Es tan liviana! Un rayo ennegrece la roca donde se hallaba hasta hace un instante. Y otro, y otro, y otro… la tormenta nos acecha.
—¿Quiénes sois vosotros? —grita Rimidalvata— ¿Qué sois vosotros? —termina, torciendo el gesto en una mueca plena de usgo y extrañeza. Juraría que no ha advertido nuestra presencia hasta este instante.
Ignoro sus palabras.
—¡Xavi! ¡Vamos! Hemos de llevarla a algún lugar donde podamos parapetarnos. —Le paso a la Emperatriz como si fuera un balón de rugby, con idéntica delicadeza. Él la recoge y la envuelve en sus brazos. No hay duda que con él estará más protegida que conmigo.
Los boqmurek guardan todavía al amigo caído. Al tiempo que nos alejamos de ellos a la carrera, el ciclón naciente es ya una realidad. Su pico nos busca. Golpea la roca tras de nosotros. La Emperatriz comienza a cumplir con su papel. Sus susurros suavizan el ataque, apaciguando la furia de los cielos.
Este es el momento que escogen las aves monstruosas, quién sabe si por iniciativa propia o acudiendo a alguna llamada de sus amos, para regresar. Vuelven dos. Diría que es una suerte que no sean todas, pero no. Dos de estos vestiglos son suficiente infortunio. Tarasiata es el único de entre nosotros que está armado. Perdido el cuchillo asesino, empuña una lanza que debió tomar de las manos muertas de uno de los labriegos que nos escoltó hasta aquí. La agita en el aire, intentando ahuyentar a los engendros alados. No funciona. Nos tiramos al suelo, evitando por nada un vuelo rasante cuyas garras arañan el aire y luego la roca tras nosotros.
—¡Ahí! —grita Xavi, con la Emperatriz aún en brazos.
Su barbilla señala una grieta, que lo mismo puede ser un simple surco en el suelo o, con suerte, la entrada a algo parecido a una gruta. No es ni lo uno ni lo otro. No nos oculta por completo, pero al menos sirve para protegernos de las aves.
Imposible permanecer aquí eternamente. Si las aves aterrizan, nada podrá evitar que, con más tiento, lleguen hasta nosotros y nos descuarticen.
Mis temores —sé que ya lo he dicho, pero ¡cuánto odio a veces tener razón!— se confirman a no mucho tardar. Las aves toman tierra. Entre algo que no soy capaz de llamar graznidos, pero mucho menos trinos o chirridos, se acercan a sus tres, ahora dos, amos. Rimidalvata señala hacia donde nos hallamos y los bichos comienzan su avance. Dos monstruos capaces de comernos enteros contra únicamente la lanza de Tarasiata, la respiración entrecortada de Luhuata, la estupidez de Xavi y mi absoluta inutilidad en cuestiones de lucha.
La Emperatriz bastante hace con pelear a su manera contra su hermano. Por encima de nuestras cabezas, la tormenta ruge, ha comenzado a granizar, el viento se lleva los pedruscos de hielo que uno lanza antes de que toquen tierra, vaharadas de aire caliente del otro luchan con ráfagas de un zarzagán helado que no logra contrarrestarlas del todo… ¡Es un espectáculo grandioso! Si no estuviera a punto de morir, sería el momento cumbre de mi vida. Y si voy a morir, no puedo imaginar una manera más gratificante de hacerlo, rodeado de maravillas meteorológicas sin par. Los colores del cielo mutan constantemente, arrastrados por los vientos, creando ante mis ojos, para mis ojos, el efecto de una bola de discoteca irisada de proporciones magníficas. Solo por presenciar este instante merece la pena haber caído en este extraño lugar.
Pero, si me refocilo en exceso en mis aficioncillas —diría mi padre—, de seguro que acabaré siendo el aperitivo de estos enormes desconocidos de nuestra zoología. Espabilo y busco con la mirada algo más que pueda protegernos. Nada. Esta planicie rocosa tiene más accidentes que las carreteras españolas durante el puente de la Constitución, pero ninguno como para ocultarnos. Luhuata jadea. Ser un grande y gordo mandatario, en un momento de huida, no es muy conveniente. Tarasiata se adelanta, pica en ristre, dedicando su más feroz mirada a los monstruos. Logra que detengan su avance. Pero no por mucho tiempo. Mientras uno nos amenaza con su pico, el otro se eleva un par de metros, con dos poderosos aleteos. Acto seguido, echa las alas hacia atrás y su cuerpo se lanza, con las garras por delante, hacia el héroe que nos defiende. Lo arrolla. Seguido, con algo más de tiempo y con Tarasiata probablemente descoyuntado, una de sus garras lo atraviesa de lado a lado. Lo mueve de tal modo que diríase que está intentando reducirlo a pedazos menores que pueda tragar sin problema. Pero no: con la misma garra lo lanza al aire y se lo traga cuando cae. Entra a su buche como un solo bocado. Tarasiata, asesino inesperado poco antes, termina sus días convertido en un pinchito para pájaros gigantes.
Solo quedamos nosotros, inermes cual recién nacido.
Las aves se acercan.
Si la situación no fuera tan desesperante, su manera de caminar sería de lo más cómico que he visto nunca. Está claro que son seres hechos para el cielo, no para medrar a ras de suelo. Están tan cerca que casi puedo oír su respiración. Xavi grita, no sé si de terror o en un fútil intento de asustarlos, como si fueran palomas. El Grande y la Emperatriz resuellan. Observan a nuestros verdugos, con la resignación pintada en el rostro de ella y el terror en el de él.
De repente, una flecha llega de la nada y aparece en el ojo de uno de esos bichos. Lo asalta una vesania impensable. Salta, aúlla, aletea sin tino, golpea a su primo con el corpachón alocado, desgasta los puñales de sus garras aporreando el suelo de roca… En un lance inesperado, desgarra con una de sus garfas el ala de murciélago de su compañero, que se une a la danza del dolor y la demencia.
Detrás de nosotros, alguien grita:
—¡Rápido, vámonos! ¡Antes de que se recuperen!
Giselata.
¿De dónde ha salido?
¿Cuándo ha llegado?
Da igual.
Es un ángel, de metro y medio, pero un ángel.
Nos encamina a la huida, con gritos y gestos inequívocos para que abandonemos nuestro parco refugio hacia su posición.
Imposible no obedecer.
Cuando recibes una orden que salva tu vida, no es una orden: es una bendición.