8.- FUCILAZOS
El cielo bermejo que nos espía desde fuera de la gruta torna en plúmbeo. Unas nubes, llegadas de ninguna parte, lo oscurecen. Están sobre nosotros, muy cerca. Inmediatamente, la niña del pelo negro cierra los ojos y se concentra en algo dentro de sí. Pero no tiene tiempo. Yo sí. Las nubes, mielgas de las que habíamos atravesado volando poco antes, anuncian unos rayos no pueden tardar en caer.
—Vamos hacia adentro. Estas nubes me dan mala espina.
Como si fuera necesaria una puesta en escena de todo lo que acababan de contarnos, dos rayos, ¡dos rayos!, simultáneos y separados, paralelos, nacen y, sin tiempo para el primer llanto, atacan. Porque creo sinceramente que nos atacaron. Se dirigen a la emperatriz y al grande. A la niña logra apartarla a tiempo un Xavi que parece Kevin Costner redivivo y a Luhuata lo agarro yo mismo, evitando de milagro que se convierta en un boqmu a la parrilla.
—¡Rápido, alejémonos del exterior! —ordena Tarasiata.
Con el fragor de los truenos pisando nuestros talones, los seis huimos hacia el interior de la montaña. No tardamos mucho en llegar a otro túnel. Tarasiata se introduce en él y los demás, cual ovejas al pastor, azuzados por el perro en forma de peligro, lo seguimos. Nuestros corazones están sobresaltados y se nota en nuestra respiración, en nuestro sudor y en el pánico que refleja nuestra mirada. Los ojos rojos también pueden mostrar terror.
—¿Veis? —dice Giselata, al tiempo que me señala— ¡Lo ha vuelto a hacer! ¡Otra vez ha previsto que los rayos iban a caer sobre nosotros!
—¿Cómo lo has sabido? —pregunta la mirada insondable de Lairgnasata.
—¿A qué te refieres?
—A que iban a caer rayos.
—Era evidente: el color, la forma, la disposición de las nubes, la velocidad del viento que las desplazaba… todo indicaba que, de manera inminente, la tormenta iba a convertirse en eléctrica.
—¿Eléctrica?
—Los rayos no son más que chispas eléctricas, muy intensas, que descargan de una nube a otra o de una nube a tierra. Pero básicamente son eso: electricidad. Es física básica: las diferencias de potencial provocan el flujo de electrones. Hay distintas teorías acerca de si son descargas negativas o positivas, o acerca de cómo se forman los campos eléctricos en una nube. Pero, en cualquier caso, los rayos son corrientes de electrones que se desplazan a gran velocidad desde un sitio a otro.
Todos me observan con la misma cara que Xavi suele tener.
Excepto Lairgnasata.
Estoy seguro de que no me ha entendido del todo. He mencionado conceptos que de seguro le son extraños. Un pueblo con el grado de avance que muestran estos boqmu no conoce la electricidad, ni sabe nada acerca de electrones, potenciales, protones y demás. Mas, pese a ello, sé que el concepto ha calado en ella. Sus ojos sabios han absorbido mis palabras. Es más: diría que ya lo sabía antes, pero que nunca lo había verbalizado ni escuchado a nadie hasta hoy. Pese a ser consciente del reconocimiento por su parte, estúpido de mí, me siento obligado a una explicación más sencilla de entender para los demás.
—Pude ver claramente que los rayos iban a aparecer pronto —traduzco.
—¡Aaahhh! —dicen al unísono Luhuata y Xavi.
Un criado, o un boqmu desconocido que yo creo que debe serlo, nos interrumpe.
—¡Oh, Grande entre los grandes! Han llegado noticias desde Gua.
—¿A qué aguardas? Habla.
—Los boqmurek se han hecho con toda la ciudad. Tienen de los suyos en todas las entradas. Hay decenas, cientos, de muertos. La sangre corre por los túneles. Han aprisionado a los que no tuvieron tiempo de huir y, si es cierto lo que dicen, los están interrogando —dice el fámulo. Su gesto es la representación máxima de la tristeza. Deja a la altura del betún al viejo en el umbral de la eternidad vangoghiano.
El breve discurso acalla nuestra charleta.
—¿Interrogando? ¿Qué pretenden con eso? —pregunta Luhuata, con la ansiedad pintada en su rostro.
La delgadez fibrosa de toda su raza es, en este boqmu recién llegado, consunción. La desesperanza de las nuevas y su edad —aparenta lo que para nosotros serían unos sesenta años— exacerban su apariencia de funerario atacado por el hambre. Alza su rostro. Hasta ese momento lo ha tenido orientado al piso. No es digno siquiera de mirar a la cara a quienes están con nosotros, los más egregios de todo su pueblo. Pero la calamidad hace que las fronteras entre las clases se diluyan. Todos sangramos cuando nos atraviesan con una flecha. A todos nos duele la muerte de un ser querido.
—Os buscan, oh, Grande. Y a vos, mi Emperatriz. Y, en esa búsqueda, estamos cayendo todos los demás.
—¿Quién? ¿Para qué? —El gran Luhuata se mira a la única tripa de su gente y agita sus manos, incapaz de que las desgracias resbalen sobre él sin dañarlo.
Giselata se indigna también, pero lo muestra con otro tono.
—¡Oh, Padre! ¿De verdad tienes dudas? No seas cándido…
Es la primera vez, desde que lo conocemos, que el Grande entre los grandes muestra algo parecido a ira en sus ojos. Si estuviera a solas con su hija, creo que, como poco, la habría abofeteado.
—Han hecho llegar un mensaje, que tal vez os ayude con eso, oh, Grande —interrumpe el criado.
—¿Por qué no has empezado por ahí? ¿De quién es?
—De alguien llamado Rimidalvata, oh, Grande.
¿Es el líder de quien quiere matarlos y no conocen su nombre? ¡Qué raro!
—¿Y cuál es el mensaje? —dicen al unísono al menos tres voces.
—Quiere veros a vos y a la emperatriz, al amanecer del día siguiente a mañana, en el mirador sobre campo de trigo del río Hiuve. Solos…
—¡No vayáis, y mucho menos solos! ¡Es demasiado peligroso! —clama Tarasiata.
—… y, si no acudís, matarán a todos los prisioneros en Gua.