7.- DELIBERACIONES
Todo sucede deprisa en este lugar.
Primero, la llegada a la playa del fin del mundo o del inicio de otro.
Después, el ascenso al monte para ver dónde estábamos.
A continuación, el encuentro con estos extraños seres y la carrera para evitar ser atrapados por otros.
Luego, el vuelo hasta donde tienen su hogar.
Y, finalmente, la fuga para evitar ser asesinados.
No hay tiempo para la pausa.
Tampoco hay tiempo para el dolor. Mi mano arde, pero no puedo permitirme un instante de descanso. Giselata rompe el astil de la flecha y me la saca de un tirón. Veo las estrellas. Luego me da un jirón de tela del mismo color que sus vestiduras. Supongo que es para vendarme. Así lo hago.
Vamos a la carrera por un laberinto de túneles. Son distintos del que usamos para entrar. Nos acompañan los importantes personajes con los que hablábamos cuando el aire era más tranquilo, y otros. Creo que son sus soldados. Gritan entre ellos. En el camino nos topamos con más gente que también escapa de la previsible muerte. Todos se apartan para dejarnos pasar, sin detenerse, pero con disciplina.
Al cabo de unos diez minutos de este correteo semicaótico, alcanzamos la salida. Seguimos sin ver escaleras. Nos hallamos en una pequeña zona de selva sin vegetación en el piso, pero totalmente cubierta por árboles enormes.
—¿Y ahora? —pregunta Xavi, resoplando, conteniendo el hilo de sangre que resbala por su pómulo.
—Por aquí —ordena, que no responde, el otro jefe, Tarasiata. La bondad que se intuye en el máximo mandatario no existe en este ser: siempre está malhumorado.
—¿A dónde nos lleváis?
—No preguntes y camina —dice Tarasiata, alzando la espada hasta rozar mi pecho.
Comenzamos a subirnos todos en más carromatos como el que nos llevó hasta la ciudad subterránea. El nuestro, con un tiro de seis de ropianas (más tarde averiguamos que ese era el nombre de aquellos animales) similares a los que vimos.
—¿Está Ella a salvo? —Luhuata, el bondadoso y grueso anciano, parece seriamente preocupado.
—Sí, Grande. Vamos hacia allá. En unos instantes podréis comprobarlo.
—Adelante. —Asiente.
En esta ocasión no volamos. Los ropianas nos transportan, raudos como vuelo de halcón, pero a ras de selva. No soy capaz de distinguirlos, pero deben existir caminos en este intrincado arbolado. De otro modo, un carruaje nunca podría moverse tan rápido en mitad de esta jungla. Cuando nos detenemos, ante nosotros se muestra otro túnel. Pero este no se introduce en el suelo, sino en la base de un monte. Incluso es levemente ascendente. Bajamos del carro, aún a punta de espada, y, tan apresuradamente como abandonamos la ciudad subterránea, nos adentramos bajo la montaña. La sensación de peligro no nos ha abandonado.
Xavi me mira, preguntando con ojos de niño grande. Me encojo de hombros. Desde que aparecimos en este lugar no estoy seguro de nada. ¿Cómo voy a poder orientarle?
El túnel no para de subir y de girar. Ora un lado, ora al otro. Es otro laberinto subterráneo. Giselata y Tarasiata lo conocen como la palma de sus manos de cuatro rechonchos dedos. Comienzo a jadear por el esfuerzo. Miro a Xavi. Salvo por la sempiterna expresión de idiocia en su rostro, se ve fresco como una lechuga.
El túnel se abre a una estancia mayor, en la que la luz exterior nos hace despertar de la pesadilla subterránea. Hay teas colgadas de las paredes, pero sin tederos: directamente empotradas en la roca. El crepúsculo comienza a invadir el horizonte, lo que tinta de rojo las paredes ocres de la gruta. Al fondo, junto a la abertura a la intemperie, hay dos hogueras: una a cada lado. Proyectan sombras todavía difusas, que bailan al son de las llamas. El ejército que nos ha escoltado hasta aquí se dispersa y, cuando al fin nos detenemos, solo quedan junto a nosotros los tres boqmu conocidos: el grueso mandatario Luhuata, su hija, Giselata, y el que parece su segundo al mando, Tarasiata. Los demás han ido desapareciendo a medida que reptábamos por este túnel cual hormigas cuyo hormiguero está ardiendo. Frente a nosotros, Xavi y yo apreciamos la silueta inmóvil de un nuevo ser. Tiene que ser Ella.
—¡Lairgnasata! ¿Estás bien?
La criatura se vuelve.
Es similar al resto, pero con alguna, notable, diferencia.
Allí donde sus paisanos tienen el pelo cuasiblanco apelmazado en rastas o coletas, esta boqmu exhibe un cabello negro como la obsidiana, brillante y suelto, levemente ondulado. Flota en el viento, como si estuviéramos en el set de rodaje de un anuncio de champú y ella fuese su modelo. Y los ojos. ¡Qué ojos! Si los del resto son tan fascinantes como lo es el rojo fulgurante en todos ellos, los de esta singular criatura son del más profundo negro que haya visto nunca. Y, empero, brillan más, si es que esto es posible. Al orientar su mirada a nosotros, no se adivina en ella duda, o curiosidad, o temor. Sus ojos negros saben quiénes somos. Y esto, pese a ser una niña. No tendrá más de once o doce años. O la edad que equivalga a esa entre estas criaturas. Viste de manera similar al resto, pero con colores blancos y una camisola de holgadas mangas que cubre su torso, sujeta a la cintura con un cinturón, también blanco. Tanto blanco hace resaltar su mirada y su cabello, como la más bella nínfula mulata que se pasee por Ibiza. La obra de arte que Xavi y yo estamos admirando, con la boca abierta de una groupie ante su ídolo, es la versión sapiente y gótica, aniñada y misteriosa, de sus congéneres. Cuando habla, su voz es la de cualquier niño.
—¡Hola, Grande! ¡Claro que estoy bien! ¡Eeehhh! ¿Quiénes son estos?
—Los hallamos en el Bosque Lento. Estábamos interrogándolos cuando aparecieron los boqmurek —responde Tarasiata. En su voz se aprecia un extraño tono de respeto, alejado del habitual, de sargento acostumbrado a ser obedecido.
El Grande asiente a las palabras de su segundo. Ella nos mira, diría que confiada. Sonríe. Por un instante, nadie habla.
La falta de decoro o prudencia de Xavi pone fin al incómodo silencio.
—Y tú, ¿quién eres? —Mira a la muchacha obnubilado: las palabras han manado de él con vida propia, irreprimibles.
La niña se transforma en cargo, y la seriedad impone a su voz y a su semblante un tono que suena igual al de un juez emitiendo su veredicto. Responde a Xavi mirándolo directamente a los ojos.
—Mi nombre es Lairgnasata. Soy la Emperatriz de los Cielos, guía del destino de todos los boqmu, descendiente y heredera de las emperatrices de los cielos que rigen los destinos de este pueblo desde hace siglos.
—Yo soy Xavi… Encantado. —Hace un estúpido gesto con la mano, como lo haría un niño de tres años al que le hubieran dicho que saludase.
—Y tú, ¿quién eres? —dice ella, mirándome.
—Yo soy…, me llamo… —Trago saliva, que siento como si fuera un pedazo de resina seca de carne de tortuga vieja—. Mi nombre es Manuel. Manuel García… Rodríguez.
—¡Y es capaz de adivinar lo que sucederá en los cielos antes de que suceda! —añade Giselata. Su semblante está iluminado por ¿esperanza?
Pero, en vez de eso que tanto parece maravillar a esta raza, lo que la tiene embelesada de mi persona es otra cosa.
—¿Tienes tres nombres? —Vuelve a ser una chiquilla.
Su cordialidad es contagiosa y, sin pretenderlo, me relajo. Siento, sin saber por qué, que nada malo puede suceder si Lairgnasata está junto a mí.
—No son tres nombres, aunque todos sirvan para lo mismo. Son un nombre y dos apellidos.
—¿Apellidos? ¿Qué es un apellido?
—Los apellidos son como… nombres secundarios. Sirven para distinguirme de otros que tengan el mismo primer nombre. Manuel es, por desgracia, un nombre muy común allí de donde provengo.
Su sonrisa lo comprende todo. Su mirada lo abarca todo. No necesita de más explicaciones: me conoce.
Tarasiata, con el gesto plagado de preocupación, disipa la magia del momento.
—Grande, mi Emperatriz… hemos de asegurar este lugar. Los boqmurek pueden estar aún cerca.
—¡No seas tan precavido, Taras! Nunca vivirás lo que el mundo puede ofrecerte si solo la precaución gobierna tus actos.
—No querría molestaros, mi Emperatriz, pero ser precavido es parte de mi tarea.
—Haces bien —intercede el Grande —. Parte y cerciórate de que esta plaza está lejos del alcance de los boqmurek. Da instrucciones para que nos traigan comida y bebida y averigua qué ha sido de los nuestros en Gua.
Tarasiata hace una leve reverencia y parte a cumplir lo encomendado.
Los tres boqmu restantes se apartan y comienzan a cuchichear entre ellos. Si tuviera que apostar, diría que están poniendo al día a su emperatriz acerca de nuestras personas. No ha pasado ni un minuto, cuando dos más traen unas bandejas con frutas que no había visto en mi vida, de todos los colores del arcoíris, incluyendo una que tiene una piel con un dibujo ¡a cuadros! Es como si el tartán de un kilt hubiera envuelto unos melocotones y se hubiera adherido a ellos. Tras ellos, dos más traen vasos de barro, una tembladera con agua fresca para casi todos y otra vasija, decorada con hilos de oro, de la que sirven a la emperatriz algo de jugo. O vino. O licor. Lo ignoro, pues no vemos nada. Solo sé que su bebida no es igual que la nuestra.
Nos sentamos en el suelo, tras ver que la propia Lairgnasata lo hace y nos invita a imitarla.
Hay dos seres en este conciliábulo que están más maravillados que el resto. Giselata, conmigo. Xavi, con la Emperatriz. En mi caso, diría que, estoy básicamente atontado. Intento digerir todo lo sucedido, algo que me resulta extremadamente difícil.
Gracias a Dios, está el gordo y Grande Luhuata para aclarar las cosas. Parece ya convencido de que somos inofensivos y hace que entablemos la primera conversación con estos seres que va más allá de un interrogatorio.
Al terminar, debo tener la misma pinta idiotizada que Xavi.
La tormenta nos ha soltado en un lugar llamado Wautto. Es una isla muy grande o un continente pequeño, porque estos seres, no muy aventureros, creen que el mar los rodea por completo. Viven en pequeños grupos distribuidos por todo su territorio, la mayoría bajo tierra. Su modo de vida está basado en el sector primario. Las minas están lejos. Y la pesca en la zona es complicada, pues la mar, como hemos comprobado en primera persona, es peligrosa. De modo que agricultura y la ganadería conforman, básicamente, su sustento. En menor grado viven también de comerciar con otros que, como ellos, residen lejos de la costa. La sal es su mayor tesoro en ese negocio. No logro hacerme una idea de cuánto de lejos estamos del mar, pues nos hablan de una unidad de longitud que no puedo transformar a otra que conozca.
Como ya hemos intuido, en este lugar, en Wautto, las plantas se mueven y hablan. Estos seres tienen una especie de acuerdo con ellas: las plantas les dan sus frutos y ellos las ayudan con el agua, abonos y similares a su mejor desarrollo. Al tiempo, disponer de cosechas garantizadas permite una mejor crianza del ganado.
—El acuerdo funciona bien —asegura Luhuata—, salvo cuando hay sequías, inundaciones, heladas y cosas así.
—Y ahí es cuando nuestra Emperatriz de los Cielos nos ayuda —Sonríe cuando hace un gesto de reconocimiento hacia la niña.
—¿Y cómo lo haces? —pregunta el hechizo de Xavi. Tiene posado su rostro en ambas manos, sujetando su barbilla. Para Xavi, en ese instante, no hay nada más importante en el mundo, en cualquier mundo, que esa niña.
Lairgnasata se gira hacia él y le dedica su atención y sus palabras. Nunca, ni cuando vuelve a la emisora tras haberse pasado con los rayos UVA, he visto a Xavi tan arrebolado.
—El cielo me obedece.
—No entiendo.
—Si pido que llueva, llueve. Si pido que salga el sol, sale el sol. Si pido algo de viento para librarnos de una plaga o desviar un incendio, sopla —Se encoge de hombros, como si lo que acaba de decir fuese lo más normal del mundo—. Somos amigos. El cielo es amigo de mi familia desde siempre.
—¡Imposible! —Ahora el maravillado soy yo.
—Supongo que, si venís de un lugar en el que esto no sucede, puede resultaros algo complejo de entender, pero os aseguro que es cierto. Mi familia lleva miles de años hablando con el cielo. Y el cielo lleva el mismo tiempo obedeciendo nuestros mandados… a su manera.
—¿Qué queréis decir?
—¡Que nunca sabemos el momento exacto en que los cielos van a atender a las demandas de la emperatriz! —responde Giselata. Está acelerada, como si se hubiera metido cinco rayas de la mejor farlopa— ¡Por eso tus habilidades son tan extraordinarias! Ella habla con el cielo, pero tú… ¡Tú lees el cielo!
—Yo solamente puedo interpretar lo que veo y hacer predicciones basadas en la ciencia. No siempre acierto —digo, con falsa modestia.
Al escuchar la palabra ciencia, su gesto es de extrañeza. Diría que no entienden bien el concepto. No puede extrañarme: es como si habláramos con gente del neolítico. Sin que las plantas colaborasen con ellos, sin su dominio del tiempo, su sociedad sería algo similar a la de nuestros cazadores-recolectores. Solo sus maravillas sustituyen al avance tecnológico que provocó nuestra evolución. ¿O nuestra destrucción?
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En los doce años transcurridos desde mi primera declaración de intenciones hasta que comencé a trabajar, mis intenciones se habían ensanchado tanto como mi mente. Lo primero que hice fue aprender el nombre de la profesión. Mi padre nunca fue capaz de pronunciarla bien. Lo segundo, aprender que la astronomía y la astrología son cosas muy diferentes. La primera es una ciencia y la segunda… es lo que entretiene a mi padre de la revista de mi madre, cuando ha terminado de leer lo que hace la gente cuya profesión es ser famoso. Creo. Mi interés se orientó hacia la ciencia, no hacia lo que iba a provocar en mi vida que, cuando nací, Venus estuviera más o menos cerca de Ío, la tercera luna de Júpiter. También compré decenas de libros sobre la cuestión. Los leí hasta casi sabérmelos de memoria. Si la biblia es el libro sin el que no pueden dormir muchos creyentes, yo también tenía biblias. Pero en vez de un dios, milagros, fes y martirios, hablaban de convecciones, nubes, presiones y vientos. Una primera edición de Atmósfera, tiempo y clima, de Barry y Chorley, de 1968, con los lomos gastados y el título manchado de tinta, era mi mayor joya. Antes de los veinte lo había leído al menos diez veces. Con mucha suerte (lo encontré en un mercadillo), pude hacerme con un volumen de Climatología de España y Portugal, del gran Inocencio Font. Con este libro conocí mejor mi país y la profundidad de sus cielos. Otro destacado miembro de mi librería era El tiempo es noticia, una primera edición, de 1964, del archiconocido Mariano Medina. La portada quería representar unas nubes, pero más bien parecían una mancha de vinos varios caídos sobre una servilleta sucia. Un tesoro.
Recuerdo a Medina con sus gafas cuadradas demasiado grandes y su voz aflautada, extraña para un cuerpo tan macizo. La lectura de su libro era liviana, más adaptada al profano. Eso ayudó a que mi arregosto creciera. Si su libro hubiera aparecido en mi vida después que el del profesor Barry, ¡aunque el americano sea muchísimo mejor!, quizás mi mente infantil se hubiera cansado. Habría abandonado, perdido yo para siempre, esta estrella polar de mi vida. Medina fue el hombre del tiempo de la España en blanco y negro durante tantos años que mi madre, el día que vio a otro en la tele del salón (¡Ah, qué época!, esa en la que, salvo los ricos, los demás teníamos una tele, o ninguna), decidió no creerse en adelante nada de lo que dijera. Ella, que tenía al gran Mariano por la persona más fiable después del papa, cinceló en su mente que ya no quedaba confianza para repartir entre el resto de cantantes del cielo. El hecho de que fuese su hermano el sustituto no hizo que mi madre cambiase de opinión.
Nunca se le ocurrió pensar que esos hombres del tiempo eran el espejo en el que yo me miraba.
Leyendo aquellos libros, aprendí que el mundo de los cielos estaba gobernando por una cosa llamada Física. No existían estudios reglados de Meteorología. Por suerte, en XXXXX, teníamos facultad de Ciencias Físicas. No hizo falta ir muy lejos.
Desde entonces, hasta terminar en el muladar televisivo que paga mis vicios, nada más que siete años de estudios y otros tantos de vagar por ahí aprendiendo, sobre el terreno, lo que las páginas de los libros no enseñan.
Los libros, por muy fantásticos que sean, es imposible que lo muestren todo.
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Entonces llega la pregunta más difícil de responder para cualquier meteorólogo. La formula la mente preclara de Luhuata.
—¿Cuánto aciertas en esas predicciones?
Dudo.
Soy bueno en lo mío. Soy muy bueno en lo mío. Pero cuantificar con precisión matemática, como debería ser al hablar de esto, el éxito de un pronóstico… ¡buffff! Existen tantas variables a interpretar, tantos parámetros a leer, tantas posibilidades de que la atmósfera cambie en un instante. Nunca he podido hacerlo.
Menos mal que está Xavi para dar respuesta, a su modo, a las cuestiones complicadas de las que no tiene ni idea.
—¡Siempre! Bueno, casi siempre. Acierta más que el bobo ese de Antena 3 que sí, es muy simpático, y seguro que por eso lo han puesto ahí, pero no tiene ni idea de lo que dice. No te lo decimos nunca porque nos caes como el culo —Se dirige a mí—, pero en Wisconsin TV todos sabemos que eres bueno en tu trabajo.
Xavi escoge el mejor momento para valorarme: cuando al hacerlo me compromete.
—¡Da igual! ¿Es que no lo veis?
—¡Giselata! ¡Ya está bien! No entiendo por qué estás tan agitada con la presencia de este extraño entre nosotros. Guarda silencio.
El gran Luhuata será quien goza del mando entre los boqmu, pero la criatura más importante de todos cuantos hallánse con nosotros en aquella gruta abierta al cielo es otra.
—Déjala hablar, Luhuata. Creo que comienzo a entrever lo que tu hija quiere decir.
Giselata se inclina respetuosamente ante Lairgnasata y luego se endereza. Tiene los brazos rectos adosados a su magro torso. Sus manos se abren y se cierran. Intenta tranquilizarse para hablar con mayor acierto, como si de sus palabras dependiese algo importante.
—Imagina, Padre. Imagina en lo que puede convertirse nuestra lucha con los boqmurek con alguien que sabe, con más precisión que nuestra querida Emperatriz de los Cielos, el momento en que sus designios tomarán forma. Podría guiar a nuestros ejércitos con mayor tino. Podría coordinar nuestros esfuerzos con las plantas. Y después, para la vida diaria, podría optimizar nuestras cosechas. Podría hacer tanto…
Por un instante, solo el volumen del silencio iguala al asombro.
—¿Crees que podrías hacer eso para nosotros, Manuel?
—No estoy seguro de entenderos —Me obligo a ser sincero. En la pregunta de Lairgnasata no se percibe amenaza—. Sin instrumentos todo es más complicado, ni tengo los datos de ningún satélite…, pero creo que sí. Al ver el aspecto del cielo sobre una zona concreta, puedo tener una idea de lo que sucederá a corto plazo.
—¡Imagina si estuviera con los ropianas, de un lado a otro! Podría asesorar a cada uno de los xattub, o a los comandantes de nuestro ejército.
—¿Xattub?
—Es el nombre del mandatario en cada aldea o región de Wautto… —aclara Lairgnasata—, salvo en la zona controlada por los boqmurek, claro.
—¿Qué os sucede con esos boqmurek? ¿Por qué quieren mataros?
La pregunta de Xavi ensombrece el ambiente, la gruta, el humor de nuestros anfitriones, las antorchas de las paredes y hasta las hogueras. Una de ellas, sacudida por una ráfaga de aire, expira. Deja un rastro de humo que huye al cielo casi nocturno.
—Es mi hermano —confiesa, apesadumbrada, la Emperatriz de los Cielos.
Giselata acude a consolarla. Debe ser poco mayor que ella. Si tuviera que apostar, diría que, hasta que tuvieron que preocuparse de los problemas de su mundo, compartían juegos y confidencias como cualquier adolescente. Pero quien nos ilustra es el jefe Tarasiata, que ha regresado hace un rato.
—La madre de nuestra emperatriz, la anterior emperatriz, dio a luz a gemelos. Un niño y una niña. O una niña y un niño. No estamos seguros de quién es el mayor. No se tiene memoria de un hecho tan singular en los milenios que llevamos hollando este mundo con su ayuda. No debería revestir importancia, pues los poderes de las emperatrices solo se transmiten por vía materna. Sus hijos varones son, desde siempre, sacrificados. Antaño ya se demostró que no heredaban las habilidades de sus madres y eran, por tanto, inútiles para la sociedad a la que deben servir.
—¿Los matáis? ¿Por qué? —Xavi está mucho más escandalizado que yo.
—No los matamos. Los sacrificamos. Es muy distinto. Tienen una muerte dulce y honrosa. Y se hace a edad muy temprana. No tienen tiempo de sufrir.
La voz seca y autoritaria del jefe hace pensar que él mismo es el verdugo.
—¿Y ese hermano, entonces? ¿Por qué es un problema? ¿Solo porque escapó al sacrificio?
—No escapó. Su madre, la emperatriz Oqoata, traicionó nuestras costumbres y ocultó su nacimiento. El amor de madre venció al respeto por nuestras leyes. Durante semanas lo amamantó a escondidas de todos, hasta que el bebé estuvo crecido como para poder aguantar un viaje. Un viaje cuyo destino estaba lejos de nosotros, lejos de todo, más allá de las Montañas del Oso. Cuando reveló lo que había hecho, ya era tarde. Una compañía de fieles, a los que hizo jurar que protegerían con su vida al niño, Sidasfoata, habían huido.
—¿Nadie se enteró del doble alumbramiento?
—Nuestras mujeres dan a luz en soledad. Es un acto mágico que nadie más que ellas tienen el honor de presenciar.
—Pues vaya mierda —dice Xavi, asqueado—. Es una crueldad no ayudar a una mujer en ese momento, cuando más necesita de aquellos que la quieren bien. Seguro que unas cuantas se os mueren al parir… Nosotros tratamos de ayudar a las parturientas en todo lo posible. Bastante tienen ya con lo suyo, como para, además, sufrirlo solas.
Nunca supe de tal sentimiento de solidaridad puerperal en Xavi. En un tipo como él, con esa pinta de gigoló que solo ve vaginas que conquistar en las mujeres con las que se topa, es algo que suena tan raro como una guitarra heavy en el coro de la iglesia. En este momento aún no sé nada de una hermana suya fallecida durante el parto, años atrás.
—¿Y qué problema hay con que sobreviviera? Un niño que no muere injustamente, nada más.
—Resulta que mi hermano sí heredó los poderes de mi madre —responde Lairgnasata.
—Pero, ¿no decís que solo se transmite de madres a hijas?
—Eso creíamos. Así lo dicen las historias y los recuerdos de los más ancianos. Pero en ocasiones, cuando hablo con los cielos, siento algo extraño, una conexión con alguien que está ahí sin estar presente. Desde que supe de su existencia, esa sensación es más intensa y más frecuente. Solo puede ser él, mi gemelo, hablando con los cielos al tiempo que yo.
—Cierto. No sabemos cómo ha podido desarrollarla, lejos de su madre, pero parece poseer la misma capacidad que nuestra emperatriz. Años después, ignaros de lo sucedido, advertimos notables alteraciones en los cielos que solo podían obedecer a alguien con sus mismas aptitudes. Y preguntamos a Oqoata. En su lecho de muerte, confesó la verdad. El resto es historia. Hay otro emperador, aunque sea un usurpador. Y uno de sus salvadores cuando infante quiere suplantar la posición que nuestro pueblo ostenta desde hace centurias. Ha pervertido la mente de Sidasfoata y lo usa para sus fines: dominar todo Wautto. Y erradicarnos.
—Su nombre, maldito sea por siempre, es Rimidalvata.
—Creemos que fue el preceptor de mi hermano y ahora es quien guía a los rebeldes.
—Pero, ¿tu hermano no podría venir aquí y vivir con vosotros, en paz? Podríais compartir la tarea de regir los destinos de los cielos y vuestro pueblo.
—¡Blasfemo! ¡Eso no es posible! ¡No puede haber dos emperadores! Cualquier eventual desacuerdo entre ellos que alcanzara su relación con los cielos sería fatal —Tarasiata se indigna hasta casi perder el color del rostro, como si estuviera hablando de sacrificarlos a todos… en vez de solo a un niño.
—Intentamos que viniera a nosotros y no fue posible. Intentamos capturarlo, y también fracasamos. Debe temer lo que pueda sucederle, pues él y sus fieles nos han evitado en todas las ocasiones. Y luego está Rimidalvata… Él es el mayor problema para cualquier solución pacífica. Solo se detendrá cuando sea el Grande en lugar del Grande y nosotros ya no estemos aquí. O cuando haya muerto.
—Es indiferente el camino que nos ha traído hasta aquí —La voz de Tarasiata repta penante por el aire que nos separa, en una extraña mezcla de ira, resolución y desconsuelo—. Lo único que importa es que los boqmurek han medrado, contagian con sus mentiras cada vez a más boqmu y han conseguido formar un ejército con el que han pasado de la conspiración a la ofensiva. Llevamos muchas lunas sufriendo sus ataques. Como visteis, hoy han llegado a Gua, nuestra ciudad primera, residencia de la Emperatriz de los Cielos, y también del Grande entre los grandes. Hasta ahora habían sido escaramuzas, cada vez más importantes, es cierto, pero que teníamos controladas. No habían osado atacar el corazón de nuestro pueblo… Su poder se acrecienta. Lo visteis cuando volábamos: una tormenta, que no debería estar ahí, nos atacó. La Emperatriz había preparado el viento para que nos condujera, alertada por nuestra petición y los pebeteros. Pero, en lugar de eso, tuvimos esa sorpresa que por poco nos arruina. Eso solo pudo hacerlo Sidasfoata. Y ellos eran quienes nos hostigaron hasta que huimos saltando por el barranco: los boqmurek.
—¿No poseéis un ejército también vosotros, para luchar contra esos boqmurek? ¿O para capturar a su líder?
—Sí, pero no es suficiente. Cada vez son más. Los embustes de Rimidalvata convencen a las gentes de que no hacemos nada por su bien. De que, si sufren, es por nuestra causa.
—¿Y es así?
—¡Por supuesto que no! —responde Luhuata.
—Entonces, ¿por qué ese descontento? ¿De dónde proviene ese desencanto con vuestro gobierno, si lleváis ya tantos años ejerciéndolo? ¿Ha habido más rebeldes antes?
—Nunca. Las vidas de nuestro pueblo son felices, o así lo creía hasta ahora. Un gobernante nunca conoce al dedillo las cuitas de sus gobernados, pero puedo jurar por mi vida que todo lo que hago, lo que hacemos —El Grande entre los grandes se inclina levemente ante Lairgnasata—, es buscando el bien de los boqmu. De todos los boqmu.
—Solo una cosa puede haber originado esto, querido Luhuata —dice la Emperatriz. Habla más para sí misma que con nosotros.
Al advertir que todos aguardamos expectantes sus palabras, continúa.
—Es la ambición desmedida de uno solo, lo que ha ocasionado esto. Lleva años viendo crecer a mi hermano, ilustrando su mente, contagiándola de mentiras, entrenando sus habilidades… Cuando ha visto que pueden equipararse a las mías, ha decidido que es el momento. Su momento. Hasta ahora usa de las armas, pero porque sabe que yo puedo inutilizar las órdenes que Sidasfoata diera a los cielos. Mas, si logra que yo desaparezca, nada podrá vencerle. Nada, ni nadie, en todo Wautto, podrá oponérsele. Todas las calamidades y todas las dichas tienen su origen en lo que mana del cielo. Imaginaos cómo vivirían aquellos que se enfrenten a un emperador de los cielos que quisiera usar sus dones con maldad: lluvias torrenciales que arrastran cosechas y ahogan vidas, calor inclemente que asfixia todo bajo el sol, vientos arrecidos en pleno verano que congelan todo a su paso, tormentas inexorables que queman montes o hunden navíos, hambrunas, sequías… Sería como si el cielo estuviera loco, o enfermo, y lo demostrase con excesos capaces de arruinar todo lo que conocemos y amamos.
Tal sucesión de posibles desgracias por venir, narradas así, del tirón, sin avisar, descritas con tal nivel de detalle, son capaces de hacer descender la moral de cualquiera al nivel de una rata de alcantarilla. Lairgnasata concluye:
—No tengo dudas: quien que domina el sol, la lluvia, el viento y la nieve es quien domina el mundo.