El lector del cielo. Capítulo 6: Talantes

250216 talantes

TALANTES

La lluvia tiene muchas cualidades curiosas.

Una de ellas son sus contradicciones. Tiene tantas… La más fascinante es que todo lo limpia y todo lo ensucia.

Limpia las calles. Y ensucia las calles.

Limpia los coches. Y ensucia los coches.

Limpia el alma. Y ensucia el alma.

A mí me interesa la lluvia. Sola puede parecer aburrida. Acompañada de algo más, resulta apasionante. Muchos piensan que es solo uno más de los fenómenos meteorológicos. El más frecuente, quizá. Salvo cuando se echa en falta. Entonces, todos los que antes han bajado al santoral completo del cielo cuando llueve, se acuerdan de ellos para que suceda lo que antes maldecían. Así somos los seres humanos. Estúpidos, básicamente.

Pese a ello, al resto del mundo parece molestarle la lluvia.

Mónica, la chica para todo de la emisora, dice que no la soporta. Que la despeina. Que estropea su muy cuidada apariencia. ¿Para qué echa ella una hora en arreglarse por las mañanas? ¿Para que llegue un diluvio y lo tire todo a la basura? La lluvia es una mierda, dice.

A mí, en cambio, me gusta ver cómo brillan, bajo la lámina de agua llovida, las hojas caídas. Me agrada sentarme en una terraza a escuchar llover. Cuando lo hago no oigo las carreras apresuradas del resto del mundo. O los cláxones de los conductores impacientes. O el aguacero que cae del toldo cuando el camarero lo hace caer con la manivela. Salpica, pero a mí no me molesta. Bien resguardado, en una mesa alejada, levanto la vista del libro y sonrío. Y miro la vida, con aire condescendiente, protegido bajo una lluvia que nadie, salvo yo, entiende.

Y es que ellos no saben nada. Yo sí. Conozco de dónde viene cada uno de los chaparrones. Este, que llega desde el Mar del Norte, lo hace con un agua fría y pesada. Ese otro, que llega con los alisios, viene ya con poca carga. El que llegará mañana, Jordan lo han llamado, viene de la mano de una borrasca de las fuertes. Dará que hablar por unos cuantos días.

Continuaba lloviendo. Era de día, pero la luz se había olvidado de salir. El cielo estaba cubierto por cumulonimbos, muy plomizos, algo más oscuros de lo normal. Rasgan la atmósfera a lo largo de kilómetros. Como con la gente, o los icebergs por poner el ejemplo que todos los imbéciles mencionan, solo vemos una pequeña parte de ellos. El resto, tan arriba, tan misterioso para el mundo, vive ajeno a nosotros. Puede que hasta granice.

El camino al curro, desde casa, es muy corto. A cambio de vivir en un cuchitril con cercos de goteras en el techo y humedad donde deberían estar las ratoneras, tardo menos de cinco minutos en llegar al trabajo caminando. Mi padre decía, después de alternar trabajos en los que tardaba entre veinte y cien minutos en llegar a destino, que esto era para él calidad de vida. Poder ir a desayunar a casa. Ir y volver a comer en menos de una hora, si quisiera. Tan breve fue el paseo, que llegué sin apenas darme cuenta.

A la entrada, Micaela y su sonrisa me recibieron, amables, como siempre. Si no fuese tan parecida a una seta como es posible en un ser humano, la invitaría a tomar una copa. O no. En todo caso, es una persona afable. ¡Y educada!, algo a valorar por sí solo, por infrecuente.

—Buenos días, Manuel. Vaya día, ¿eh?

—Buenos días, Micaela.

No es tan agradable como para concederle más conversación que la mínima.

Tomé el ascensor (había caminado ya cinco minutos, suficiente para todo el día) y subí a la segunda planta. Ahí está mi despacho. Mi madriguera, sé que la llaman algunos. Quizás tengan razón. Es un chiribitil con paredes en gotelé que un día fue amarillo, tan viejo que hoy varía entre el marrón del pie y el gris junto a la moldura del techo. Hay una ventana, opacada por un visillo ceniciento, que da a un patio interior. Las dimensiones de ambos, ventana y patio, son tan escasas que la luz del sol no llega a ninguno de los dos. Una mesa nunca limpia, estanterías cubiertas de libros, notas y cachivaches, un flexo, una pantalla con culo y un ordenador con Windows 2000 acaban de dar lustre a una habitación que nunca lo tuvo. Los libros, salvo deshonrosas excepciones, versan todos acerca de lo mismo: la ciencia del firmamento y sus consecuencias. Mi trabajo. Mi única afición. Mi pasión.

Aquí, en esta empresa que me paga más de lo que merezco, teniendo en cuenta lo que me esfuerzo, soy el hombre del tiempo. El día que llegué, el presidente me confesó, creo que algo borracho, que me contrataron porque no tenían dinero para pagar a una chica más guapa. Siempre pensé que la desigualdad en los salarios era al contrario. Pero, por lo visto, mi profesión es de las pocas en las que los hombres cobran menos que las mujeres. No dije nada. Agradecí ser elegido para el puesto y mentí jurando que dedicaría todo mi empeño a hacerlo lo mejor posible. Que no se arrepentirían, dije. Que haría subir su audiencia como la espuma, aseguré.

Desde aquel día, libros, extractos de simposios, monografías, epítomes de convenciones, fotos de desastres, apuntes glosados hasta no dejar espacio libre en cada hoja, revistas, resultados de investigaciones y restos indefinibles desgastados por el tiempo han llenado mi cubil y mi vida.

Cuando no estoy en mi guarida, me pongo elegante y voy al set de grabación. Eso sucede tres veces al día. La primera para las noticias del mediodía. La segunda para las noticias de la noche. Y la tercera para las repeticiones nocturnas y la primera edición del noticiario del día siguiente. La chaqueta tiene tantos años como yo. Los primeros espadas en esta casa tienen vestuario pagado por la empresa. Yo tengo que sufragarme el mío. Como no me preocupa demasiado mi aspecto, y de momento nadie se ha quejado, tengo la misma chaqueta desde hace unos quince años. Y lo que le queda…

No querría dar la impresión de ser infeliz. Alguien dijo que para ser feliz trabajando, el primer paso era que no se considerase el trabajo como tal. En mi caso, esa estupidez, vestida con la importancia de las máximas ajenas, se cumple. Me gusta lo que hago. Bueno, no. No me gusta contar a gente, a la que le preocupa lo mismo que un pedo mosquitero, el tiempo que va a acompañarnos durante los días siguientes. Lo que me gusta es ese tiempo. No me gusta hablar lo que hablo, me gusta de lo que hablo. Me gusta el tiempo. Me gusta la meteorología.

Soy meteorólogo.

Mónica abrió mi puerta. Sin llamar.

—¡Manu —No soporto que me llamen así—, el presi quiere verte. En su despacho. Ahora mismo.

Mónica es también la secretaria del presidente.

Lo dijo sin entrar, apoyada en el pomo de la puerta con una mano. La otra sujetaba la jamba opuesta. Su pie derecho estaba elevado, doblada la rodilla, en esa pizpireta postura que solo las mujeres con alma de pin-up saben exhibir. En Mónica, esta pose es tan natural como respirar. Estaba inclinada hacia mí, sabedora de que podía verle el fondo del canalillo con solo alzar la vista. Su camiseta a rayas tenía un escote más pronunciado que la esquina del Flatiron Building. Su minifalda negra, ceñida a más no poder, llegaba hasta el punto justo. Como siempre, iba de un lado a otro de la cadena caminando como si fuera la reina del lugar, presumida y provocativa. La reina del Wonderbra. Pese a esto, a veces veo en ella algo más que lo evidente, aunque su apariencia se empeñe en ocultarlo. Creo que le gusto. Por eso hace ese tipo de cosas. Aunque se comporte así con casi todos, sus ojos brillan más cuando se pasea ante mí. Seguro. Mascaba chicle, esperando algún tipo de respuesta.

Recoloqué mis gafas, elevando el puente sobre mi nariz. La miré. Traté que mi voz sonase seductora, más grave de lo habitual.

—Ahora voy.

—Date prisa.

Y se marchó, dejando para el resto del día restos de su perfume anclados a mi puerta. De vuelta a seguir insinuándose, prometiendo lo que no va a cumplir.

Un día voy a decirle cuatro cosas.

El presidente tiene su despacho en la quinta planta. La última. Subí en ascensor —no contaba con este esfuerzo extra, así que tampoco ahora iba a usar las escaleras—. Mientras la caja de metal recién restaurada —hubo un accidente el mes pasado y un electricista murió— subía, me metí la camisa por dentro del pantalón. Nunca sabe uno ante quién ha de estar presentable.

La mesa de Mónica está justo a la derecha de la puerta del despacho de míster Werner. Vacía. Yo tardé cinco minutos, tras acabar lo que estaba haciendo, y ella aún no había llegado a su puesto. ¿Con quién andaría haciendo manitas, cuchicheando por los rincones?

Llamé a la puerta y abrí apenas un par de centímetros. Es una gruesa pieza de nogal, oscura y vieja. Igual que el dueño del despacho.

—¿Míster Werner? —susurré por la abertura. Él prefiere que le demos ese tratamiento. Queda más elegante y recuerda a todos su procedencia yanqui. Como si eso importase.

—Pasa, pasa… ¿González?

—García, señor. Manuel García. Manuel García Rodríguez. Ya sabe: el del tiempo.

—¡Ah, claro! Ahora me acuerdo: Manuel García, Manuel García Rodríguez, M.G.R., MonseiGneuR… por esa pinta de curita que tienes. Pasa, pasa. Siéntate.

Míster Werner señaló uno de los dos asientos que tenía ante él, más allá de la enormidad de su escritorio. Son dos sillas tipo thrown chair. Viejas, muy viejas. Pero no antiguas. Compradas en algún mercadillo. Se puede apreciar en el terciopelo rojo del asiento, del respaldo y de los reposabrazos, más gastados que las buenas intenciones en el Joker.

Cuando llegué a la altura del sitio que me indicó, di un respingo. La otra silla estaba ocupada. El hombre del traje gris que allí había miraba al frente, tras de unas gafas redondas con montura metálica. Tenía una cartera de cuero marrón sobre sus rodillas. Parecía aguardar algo, o a alguien. Quizás a mí. Seguro que a mí. Al fin y al cabo, míster Werner me hizo llamar y no dijo a este fulano que se fuera.

—Buenos días —saludé.

El tipo no respondió. Me miró e inclinó la cabeza, en actitud respetuosa. Distante. No quería mezclarse con el ocupante del asiento a su lado. Escoria.

La viejísima silla rechinó contra el suelo al moverla. Me senté.

Durante un momento, nadie dijo nada. Hasta que míster Werner se reclinó sobre su sillón de presidente, me miró a los ojos y dijo:

—Así que el hombre del tiempo, ¿no?

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo llevas con nosotros?

—Doce años, cinco meses, nueve días y lo que llevamos de hoy.

Silencio.

—¡Caray con las cuentitas! Uffff, eso es mucho tiempo —acabó por decir míster Werner.

Silencio.

—¿No dices nada?

—No ha preguntado nada, señor. Ignoraba que tuviera que decir algo.

Silencio. Ojos achicándose.

—Es cierto, es cierto. Bien. Y en esos doce años, cinco meses y… lo que sea, ¿has estado bien aquí?

—No tengo motivo de queja, señor.

—¡Esa es la frase que más me gusta oír a mis empleados! «No tengo motivo de queja».

La lagartija vestida de gris sonrió y se recolocó en su asiento. Era como si el amago de risa que hizo lo hubiera descolocado. Un gesto tan desenfadado no podía ser asumible para su mente cuadriculada.

Míster Werner continuó.

—¿Estás contento con tu carrera?

Dudé por un instante. Pero como sabía lo quería escuchar, se lo dije. No me importa mentir si con ello llego a donde quiero. En este caso, al final de esta conversación. Tenía a Jordan esperándome entre mis papeles.

—Sí, señor.

—Pero podría ser mejor, ¿no?

—Todo siempre puede ser mejor, señor.

Míster Werner se alzó de su sillón. Tomó su bastón con mango de cabeza de perro que tenía apoyado en el escritorio y, cojeando, arrancó a caminar. Fue hacia la ventana. Luego volvió. Luego, de nuevo hacia la ventana. Otra vez para acá. Me señaló con el bastón.

—¡Perfecto! Pues tu carrera, ¡tu vida!, están a punto de mejorar. Tengo una misión para ti.

Silencio.

—¡Una misión! ¿No has oído?

Asentí con la cabeza.

—Me han dicho que te gustan las tormentas. ¿Es cierto?

—Sí, señor.

—Pues te voy a mandar a una, para que nos cuentes qué hace, desde allí mismo.

Excitado al instante, intenté que no se notase, y me vi en la obligación de aclarar alguna cosilla.

—Puede ser peligroso, señor.

—¡Lo sé! ¡Eso es lo bueno! —Siguió con su mano un titular que reptaba por una supuesta pantalla de televisión—. «El sabio del tiempo que nunca ha salido de su despacho, narra los estragos de una tormenta, mirando frente a frente al peligro». ¡Será fantástico!

Incluso él pudo ver la incredulidad en mi rostro.

—Solo dime lo que necesitas para un viaje como este. Sea lo que sea, bueno, casi, lo tendrás.

Tras largos años de estudio y algún viaje como el sugiere el presidente, sé lo que sobra y lo que falta en una expedición a la caza de una tormenta. Estuve unos cinco minutos detallando suministros. Diferenciando para el caso de que fuese en mar abierto o ya con la tormenta tras haber tocado tierra, claro.

—Y alguien conmigo. No conviene ir solo.

—¡Eso ya está previsto! ¡Mónica, que venga Xavi! ¡Ya!

—¿Xavi? No sabe nada de meteorología —dije. Decir lo evidente me parece la cosa más estúpida del mundo, pero es que hay mucho estúpido en nuestro mundo.

—Perfecto: tú le enseñarás.

—Pero… —¿Me arriesgaba? ¿No me arriesgaba? Me arriesgué—, es más tonto que un palo. De deportes tal vez sepa algo, pero de tormentas no tiene ni idea.

—Pero sabe enfrentarse a situaciones complicadas, es fuerte, joven, arrojado… y sobre todo, entregado y bien dispuesto para todo.

Al otro lado de la puerta se escuchaban gritos.

—¡Que no! ¡Que no, coño! ¡Me da igual quién lo diga! Yo con ese tío no voy a ningún lado. Y menos a mitad del Atlántico, en una castaña de barco, a sacarle fotitos a una tormenta. ¡Que no!

Mónica abrió la puerta. Lo justo para introducir su cabeza pelirroja y sus siempre despampanantes senos.

—Creo que Xavi está indispuesto ahora mismo, míster Werner. No se encuentra bien. Tan pronto se recupere, vendrá.

—Vale, vale. Pero que no se le olvide… Bien, muchacho. ¿Algo más?

—No, señor, creo que está todo. ¿Cuándo salimos?

—¡Mañana mismo! ¿No es fantástico? Mañana, muchacho, ¡va a comenzar la aventura de tu vida!

Ese fue el momento que aquella especie de mantis vestida de gris del asiento de al lado escogió para hacer su aparición. No había dicho una palabra hasta entonces. Extrajo de su portafolios un papel y lo extendió con cuidado ante mí, en el escritorio. Con excesivo cuidado. Como si fuera valioso. Demasiado valioso.

—¿Le parece bien firmar ahora de este sencillo formulario que exonera a la cadena en caso de, Dios no lo quiera, accidente, desaparición, secuestro o muerte?

Picture of Eduardo Noriega

Eduardo Noriega

¿Te ha gustado? ¡Compártelo!

Facebook
Twitter
LinkedIn
WhatsApp
Telegram

Mis libros

Últimos post

Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

Sígueme

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Más información
Privacidad