3.- JOROBANDO
Me duele la cabeza. Un montón.
Estoy tumbado en una playa de arena negra. Desvestido, pero no desnudo. Alguien me ha quitado los pantalones, los calcetines, las botas y el chaquetón. Y me ha cubierto con este último, como una suerte de manta.
Al intentar incorporarme, siento un vahído. Aguardo sentado un rato a que se me pase. Mientras, inspecciono mis alrededores. ¿Dónde diablos estoy? Hay restos de una hoguera, más ropa y… la hortera parka amarilla de Xavi. Sea donde sea que he aterrizado, el chico de los deportes de Wisconsin TV ha caído conmigo.
—Así que te has despertado. Ya era hora.
Está detrás de mí. Tiene algo que parecen un par de mangos en una mano y el cuchillo de viaje en la otra. Sonríe como lo que es.
—¿Dónde estamos?
—Ni idea. Pero aquí, al menos, no llueve.
Esa evidencia me mosquea. No sé el tiempo transcurrido, pero deberíamos estar bajo la influencia de una borrasca de las gordas. Eso significa que, a muchas millas a la redonda de donde naufragamos, debería estar lloviendo.
—Tú estabas despierto antes que yo. ¿Cuánto llevamos aquí?
—No sé. Me desperté solo un día antes que tú.
—¿Un día? ¿Llevo inconsciente más de un día?
—Por lo menos.
—¿Qué has hecho desde que despertaste? ¿Qué has visto?
Xavi me cuenta que él también perdió el sentido. Su mente recuerda tratar de remolcarme, desvanecido, intentando que no me hundiese en el azul eterno.
—Luego, contigo a cuestas, el agua comenzó a dar vueltas más y más rápido.
—¿Estás diciendo que estábamos en un remolino?
—No sé. Solo puedo decirte que todas las olas que hicieron volcar al barco desaparecieron. En su lugar quedó nada más una corriente que daba vueltas muy rápido. No volví a ver el barco. A Jean tampoco.
—¿Y luego? ¿Qué pasó? —No pierdo mucho tiempo en lamentarme por el pobre Jean.
—No estoy seguro. Debí marearme con tanta vuelta, porque yo también perdí el conocimiento. Desperté, no sé cuánto después, en esta misma playa, pero lejos. Hacia allá.
Señala a un lado del arenal. Huellas que la marea no ha cubierto aún evidencian su camino… hasta mí.
—Comencé a caminar. Encontré algunos restos de nuestro equipaje, que fui recogiendo y guardando en mi mochila. Y, al final, tú. Así que te quité la ropa mojada y me puse a descansar hasta que despertaras. Una vez oí que no es bueno despertar a alguien que está inconsciente. Aunque no me caigas muy allá, no quiero ser la razón por la que te conviertas en retrasado.
Terminada la explicación (Xavi no ha dedicado a nadie tantas palabras seguidas en toda su vida, si no es para intentar llevarse una chica a la cama), veo que está anocheciendo. Así que tratamos de guarecernos como podemos del relente nocturno. Allí donde la playa termina empieza una selva de palmeras, helechos y arbustos de gran calibre. Hay varios pecíolos de hojas de una palmera que han visto mejores días: servirán como cobertor y resguardo. No tenemos nada parecido a un mechero. Xavi, aunque parezca el primo de Frank de la Jungla, con todas sus fantásticas y numerosas virtudes, no sabe hacer fuego. Yo tampoco. Por suerte, no hace demasiado frío.
—No debemos estar muy lejos de donde partimos. En esta época del año las noches son frescas, pero se aguanta bien al sereno. —Trato de animar a mi compañero, y a mí, al tiempo.
—No estoy yo tan seguro… mira la luz que hay. Debe haber luna llena. Y con la luna llena siempre hace más frío.
—Eso es una tontería.
—¡No lo es! Mi abuela decía que «si ves lucir la luna blanca, echa en la cama cobertor y manta».
—Hay cientos de refranes sobre el tiempo y los astros, y cada uno dice lo contrario de lo que dice otro. La luna poco tiene que ver con el tiempo que hace.
—¿Cómo que no?
—Porque no. Las noches claras de luna llena es habitual que sean de temperatura baja, si es en invierno, claro. Pero eso no tiene que ver con la luna sino con la ausencia de nubes. Las nubes frenan el calor almacenado en la Tierra durante el día y, si no están, durante la noche se disipa, se pierde. Cuando el cielo está despejado, el calor escapa sin obstáculo hacia el espacio y hace más frío.
—No creas que por ser el hombre del tiempo lo sabes todo.
—No lo creo. Pero un poco más que tú sí que sé. No tienes más que mirar la luna. Mira, allí está…
No puede ser.
¿Será una especie de halo, pero muy raro? En la zona de afección de una tormenta las partículas de hielo en suspensión en la troposfera pueden refractar la luz y ocasionar una gama coloreada. Son puntos luminosos que existen donde no deben existir. Pero no sucede de esta forma, tan nítida. ¿Estaré ante una especie de paraselene extraño, solo que las imágenes especulares son tan claras como el propio objeto del que provienen? ¡Sin nubes! ¿Dónde se reflejan, entonces?
¿Estaré todavía dormido y esta conversación estúpida con Xavi no es más que un sueño?
—Xavi.
—¿Qué?
—Mira allí. ¿Ves lo mismo que yo?
—No tengo ni idea de lo que ves, bobo. Yo solo veo dos lunas.
—Dame un bofetón.
—¿Estás tonto?
—Dame un bofetón, por favor.
—Si insistes…
Me suelta tal puñetazo que me tira al suelo. Creo que todavía me tiene ganas por lo de la pickup. En cualquier caso, lo percibo. Claramente. Mi carrillo hinchado es prueba suficiente. Y duele. Mucho. No, no estoy soñando. No, no sé dónde estoy. Tampoco sé cuándo estoy. Pero, donde y cuando sea que me halle, ¡en este lugar hay dos lunas!
Ha pasado ya toda la noche y la mitad del día siguiente. Todavía estoy desconcertado. Xavi me está volviendo loco. No es capaz de estarse quieto. Ni callado. Que qué hacemos. Que adónde vamos. Que qué me pasa. Que si me he vuelto loco solo porque haya una luna más. Que qué coño de importancia tendrá eso.
—Xavi, ¿tú no serás terraplanista?
Me mira como las vacas miran pasar al tren: ni saben lo que es ni les importa. Solo tienen curiosidad.
—¿Qué es eso?
Suspiro.
—Un terraplanista es alguien que cree que la Tierra es plana. Como todo el mundo hasta hace unos cuantos siglos.
—Ah, claro. No te había entendido. Creí que habías dicho terrorista.
¡Dios mío! ¿De verdad se puede ser tan tonto?
—¿Y?
—No, por supuesto. No soy terraplanista. Alguien que ha navegado tanto como yo tiene muy claro que la tierra es redonda.
—Pues si sabes que la Tierra es un planeta, sabrás, o te sonará, que la Luna es su satélite, que orbita alrededor nuestro.
—¡Toma, claro, no te jode!
—Y sabrás también cuántas lunas hay dando vueltas sobre la Tierra.
—Sí… una.
—Entonces, ¿qué te hace pensar que hayamos visto dos lunas sobre nuestras cabezas?
—No lo sé. No había caído. Y tú, ¿qué piensas?
—Que no sé dónde estamos. Pero sí sé que no es en la Tierra. Estamos en otro lugar, en otro planeta, probablemente.
Xavi abrió los ojos como un búho asustado.
—¡Eso es una tontería! ¡Nada más que nos atrapó una tormenta! ¿O hay tormentas que lleven gente de un planeta a otro?
—No… que yo sepa.
—Entonces, seguimos en la Tierra… y a la Luna le ha salido novio, o algo así —terminó, tan convencido de lo que decía como si estuviera diciendo que el agua moja.
Cuando alguien llega a tal nivel de estupidez, no puedo soportarlo. Me doy la vuelta y me alejo de él. En algo tiene razón: hay que decidir qué hacer. No podemos quedarnos en una playa hasta que las dos lunas choquen entre sí.
—Vamos, tenemos que ver dónde estamos.
Comienzo a recoger mis cosas. Xavi, sin parar de protestar por cosas que no entiendo, recoge las suyas y me sigue. Abandonamos la playa.
El interior de la isla (¿por qué pienso que es una isla? ¿me creo un Robinson Crusoe de clase media?) es una selva. Tengo claro que estamos en el trópico. Tenemos que ir apartando hojas enormes para poder avanzar: helechos, palmeras, cafetales, durianes, ficus… todo es verde y todo estorba al paso. Haces a un lado una hoja y otra te golpea por detrás. Siento que estamos en un tren de la bruja muy cruel, con escobazos que no terminan nunca. Curiosamente, no hay ruido de animales. Solo se escucha un murmullo disperso, de algún arroyuelo oculto. Y a Xavi, quejándose.
Al cabo de un rato de caminata, no sabría decir cuánto, llegamos a un pequeño claro. Aún estamos rodeados de espesura, pero podemos ver que frente a nosotros se alza una montaña. Roca pelada y gris, tiznada de hebras marrones. En su dirección, la selva es menos densa.
—Tenemos que ir hacia allí —dice Xavi.
—¿Por qué?
—No sé, pero lo único a la vista que no es un matojo o un árbol es ese monte. Esto ya lo conocemos.
El motivo es equivocado, pero tiene razón.
—De acuerdo. Vamos.
Ufano como un pavo real, creyendo que está al mando, Xavi encabeza la marcha.
Cuando el terreno comienza a elevarse, el sol (¡al menos solo hay un sol!) se acerca al horizonte, a nuestra izquierda. Me muero de sed. No hemos bebido ni comido nada desde que el mundo era lógico. Nada más allá del par de mangos que Xavi encontró y una manzana golpeada que sacó de su mochila. Nada con sustancia.
—¿No cogiste agua antes de irnos? —pregunto.
—¿Agua? ¿De dónde? ¿Del mar? Listillo…
Seguimos subiendo. No hay camino, así que cada metro nos cuesta un mundo. Decidimos parar y hacer noche bajo un cocotero enorme. Se siente un runrún en el ambiente, como si estuviéramos rodeados de un mar rugiente que, sin embargo, tenemos a varios kilómetros de nosotros. Unas nubes oscuras, nimboestratos con total seguridad, vienen arrastradas por una suave brisa hasta nosotros. Esta noche va a llover. Seguro. Diría que están a menos de dos mil metros y cubren por completo las dos lunas. También va a hacer frío.
—¿Con qué podemos recoger agua?
—¿De dónde? —responde Xavi, con un réspice que denota mucho cansancio y más dudas aún acerca de que yo pueda hacer algo válido.
—De la lluvia que va a llegar. Dentro de muy poco.
Xavi mira al cielo. Su sonrisa demasiado blanca como para no haber sido blanqueada aparece.
—¡Mira, hombre! Al final vendrá bien tener al lado al hombre del tiempo.
Coge unas cuantas hojas de bananero del suelo y conforma una especia de embudo. Lo encaja en la boca de su cantimplora. Se sienta, con el cono de hojas en la mano, mirando al cielo. Creo que está esperando que llueva ya. O piensa aguantar así hasta que suceda. No digo nada. Al cabo de un rato, hasta él se da cuenta de que puede pasar un rato largo.
—¿Y cuándo va a llover?
—Todavía no, Xavi. El viento es flojo —Si tuviera aquí el anemómetro de la estación, podría cuantificarlo. ¡Mierda!—. Tardará en llegar.
Vaciamos su mochila e introducimos el artilugio en ella, para que se mantenga de pie sin Xavi sujetándolo. Tras acabar, Xavi sonríe orgulloso. Debe pensar que ha hecho el mayor logro de su vida. Sin cruzar palabra, nos echamos al pie del cocotero.
Ambos nos dormimos mirando al cielo.
Me despierta una escolopendra enorme que recorre mi brazo. Me sacudo.
—¡Coño!
Me ha asustado de verdad. No sé si será venenosa, pero solo mirarla ya da miedo. Xavi se despereza.
—No grites. Lo único bueno de estar en esta mierda de sitio es que no tengo que madrugar, así que no hagas ruido por un ratito más, anda.
—No. Ya que hemos despertado, tenemos que seguir. La cima aún está lejos.
—No me da la gana. Tú haz lo que quieras. Yo voy a dormir un rato más.
Imposible discutir con alguien con la inteligencia y la tozudez de una piedra.
Media hora más tarde, le doy una patada.
—¡Huy, perdona!
—¡Eeeehhhh!
—Bueno, ya que estás despierto, creo que podemos seguir.
No ha llovido. El viento ha parado y las nubes, que creí que iban a llegar, no están todavía sobre nosotros. Mal pronóstico.
—Tanto trabajo para nada —dice Xavi, desmontando el invento de la noche anterior.
Proseguimos el ascenso. La sed taladra mi estómago y mi cerebro. Xavi, pese a su maravillosa forma física, no parece estar mucho mejor.
—Como no encontremos agua pronto, me muero —sentencia.
La vegetación se hace de repente más espesa. Sin el cuchillo no podríamos continuar. Xavi y yo nos alternamos en cabeza de nuestra fila de dos para ir desbrozando la selva a base de machetazos. El esfuerzo aumenta la sed.
Por fortuna, el perenne murmullo de agua escondida que venimos escuchando hace tiempo torna en realidad. Medio escondido tras la espesura, un chisguete de agua nace de una roca azul como un topacio, pero sin brillo. Cae en una especie de pila de granito. El hueco está tan erosionado que diríase que lleva ahí desde que el tiempo existe.
—¡Por fin! ¡Agua! ¡Aparta! —exclama contento mi compañero de fatigas, generoso él.
Mete la boca bajo el chorro y bebe hasta hartarse. Cuando termina, tiene el buen tino de llenar la cantimplora.
—¿Qué dices?
No sé qué ha escuchado, pero yo no he abierto la boca.
—Nada.
Tras saciarme yo también, proseguimos. Tras de las palmeras, cocoteros, bromelias, arbustos de café, cacaos, zapotes y a saber cuántos tipos de árboles más, se entrevé la cima del monte, a lo lejos.
—¡Ánimo, piltrafilla! —Xavi cree que así me alienta— Ya falta poco. Si seguimos así, llegaremos antes de que anochezca. No es como cuando escalé el Kilimanjaro, pero…
Justo en ese momento, mi predicción se hace real y comienza a llover. En nada, estamos empapados como desearía cualquier rana que se precie. Los rumores de agua no han desaparecido. Han cambiado. Ahora es el ruido informe vagamente relacionado con algún arroyo oculto a mis ojos de antes, con una mezcolanza extraña de palabras, sin ton ni son, que llega, rebota en mis oídos y se marcha.
—¿Lo escuchas?
—¿El qué?
—Eso.
Xavi para. Parece que, por primera vez, se apercibe del galimatías sonoro que me lleva despistando desde que abandonamos el manantial.
—Será el eco.
El ascenso nos lleva medio día, menos de lo que mi compañero vaticinó. El sol lleva descendiendo un rato cuando los árboles desaparecen y alcanzamos un altiplano. A un lado, el monte continúa su ascenso. Pero desde aquí podemos mirar en derredor. Eso es lo que, al menos yo, pretendía cuando inicié la escalada. No me llega el aliento para subir mucho más, aunque mi colega se crea el heredero reencarnado de Edmund Hillary.
Esto no es una isla. Hacia un lado, habrá que suponer que es de donde hemos venido, el añil de un mar revuelto, salpicado en blanco, nos marca un límite imposible de franquear. Al otro lado, la tierra, montaña y planicie, pardo y gris y verde, llena todo hasta donde la vista abarca.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—Dejar de molestar.
—Hablo en serio, Xavi. Esto no es como para bromear.
—¿Qué dices? Yo no he dicho nada.
¿Estará hoy más tonto de lo normal?
—Acabas de decir que no moleste.
—Eso lo has dicho tú. Yo no he soltado palabra.
Quieto. Lo sujeto por la muñeca. Tiene en ella un reloj, de esos carísimos, que mide en su cuerpo tantas cosas inútiles que dudo de que el aparatejo se acuerde de cómo dar la hora.
—¿De verdad no acabas de hablar?
—Te juro, por el culo de Kim Kardashian, que no.
—Entonces, ¿quién ha sido?
—Ni idea, pero yo no. Tú sabrás. Tú eres el listillo…
Otra maravilla de este lugar. Por si no fuera suficiente con que haya dos lunas surcando el cielo nocturno, aquí las palabras manan de ningún lugar sin que nadie las pronuncie.
Hacia el interior hay una senda. No es que los arbustos estén más separados. El camino tiene un firme construido, hace mucho o hace poco, por alguien. Unos adoquines de caliza impura de pisolites, hincados en un relleno de tierra y grava, dibujan una senda de baldosas amarillas sin baldosas amarillas.
—Al final de esto tiene que haber alguien. Vamos.
Xavi asiente. Tomamos el sendero. Que sea cuesta abajo ayuda, porque ganas de caminar, al menos yo, tengo las justas. No puedo quitarme esas palabras de la cabeza. Las escuché claras como escucho ahora mis pasos. O como escucho los rezongos de Xavi. Dejar de molestar. En contra de mi costumbre, dejo que mis pensamientos tomen forma de palabras.
—¿Quién coño habrá sido el que habló?
—Nosotros, estúpidos. ¿Quién va a ser?
Xavi y yo paramos al tiempo. Nos miramos. Ambos hemos oído la respuesta a mi pregunta retórica. Y ninguno hemos dicho ni mu. El moreno perfecto de Xavi está migrando a un pálido muy, muy asustado.
Justo entonces, un par de ramas, una para cada uno de nosotros, nos golpean. Nos giramos. Alguien ha movido los arbustos para atizarnos un golpe bien fuerte y bien verde.
—Nosotros.
Las ramas todavía están oscilando.
¿En verdad los árboles acaban de darnos una colleja en toda regla?
¿Qué más prodigios nos aguardan?
—Manuel, ¿qué está pasando?
—Ni idea.
—¿Y qué hacemos ahora? —Mira a todos lados con ojos despavoridos. El labio inferior le tiembla. Sus manos se tocan las piernas, el culo, entran y salen de los bolsillos de la parka… Xavi es puro pánico.
—No lo sé —Doy un giro completo sobre mí mismo. Intento ver si tenemos otra escapatoria. Una por la que no haya árboles abusones—. Pero desde aquí solo hay dos posibilidades: seguir adelante o volver a donde estábamos.
—¿Y una vez allí?
Me encojo de hombros.
—Sigamos, entonces.
Retomamos la senda.
Nuestro humor, que nunca fue bueno, empeora por momentos. Los árboles parecen haberse tranquilizado. Ya no sentimos al ramaje tratándonos como veteranos de un colegio mayor a novatos en el pasillo de los guantazos. El sendero es un poco más abierto. Los adoquines desaparecen: el piso es ahora solamente tierra muy compacta, sin una mota suelta. O mucha agua ha recorrido y alisado esta trocha, o lleva aquí mucho tiempo, hollada por tantos pies como granos de arena tiene una playa. No se aprecian huellas.
Vuelve a llover.
Había parado cuando iniciamos el descenso. La lluvia va a aumentar y, en poco, tornará en tormenta. No como la borrasca que nos trajo aquí —¿dónde es aquí?—, pero sí en algo notablemente más estremecedor que un inocuo velo de agua. Seguro. Esta predicción no falla. En tanto en cuanto veamos donde ponemos el pie, seguiremos caminando.
Al final, como sucede tantas veces, la decisión de parar no la tomamos nosotros, sino la vida.
Un tronco caído atraviesa el sendero. Su ramaje es tan denso que, para sortearlo, no basta solo con saltar por encima y ya está.
—Saca el cuchillo, Xavi.
Como le gusta el papel de explorador intrépido, Xavi obedece al instante. Comienza a abrirse paso entre los helechos que conforman las lindes del camino, por el lado derecho.
Al retornar a la senda, Xavi se detiene un segundo, apoyado en las rodillas. Podar árboles y arbustos para procurarse un paso a través de una selva espesa como piel de nutria debe ser algo agotador. Yo también estoy cansado.
—Venga, descansamos un rato, así podremos…
No me dejan terminar la frase. Una flecha venida de la espesura se clava en la tierra pisada del sendero, matando al instante las palabras en mi garganta. Xavi, que comenzaba a sentarse, da un salto involuntario y suelta un gritito —no llega siquiera a grito— aniñado que solo anuncia susto.
—¿Qué es eso?
Sin tiempo para que responda a la obviedad de su pregunta, unos seres lo hacen. Son cuatro. Están semidesnudos. Bajitos. El más alto mide aproximadamente metro sesenta. Si tuviera que describirlos en pocas palabras, diría que son como los aborígenes australianos, con sus mismas narices chatas y tez del color de la tierra húmeda, pero con el cabello de un rubio tan claro que parece albino. Dos de ellos lo llevan suelto, en una melena sucia: una especie de rastas sin nudos que llegan más allá de sus hombros. Los otros dos lo llevan atado a la espalda, en una cola de caballo que augura una longitud mayor. En esos dos puede verse algo que debe funcionar como orejas, pero que nadie en su sano juicio llamaría así. Más bien parecen agallas. Esos órganos —no son apéndices— vibran, ventean y respiran, funcionando sin que pueda alcanzar a imaginar cómo. Sus bocas están enmarcadas por unos labios más oscuros que el resto de su piel, casi negros. Desde luego, en un tono nada parecido al rojo. Brillan, como si tuvieran aplicado brillo de labios. Ese es el pensamiento que asalta mi cabeza, por muy estúpido que suene. Los ojos, protegidos por cejas extremadamente gruesas y pestañas del mismo vello pajizo, son de un extraordinario rojo, más brillante que el más brillante de los rubíes. No es un rojo tomate, a veces mugriento, a veces verdeado. Es un rojo fuego. Es un rojo Ferrari. Tanto refulge su mirada, que atrapa la mía por largo rato, evitando que pueda revisar el resto de su cuerpo, hasta que sacudo la cabeza como un caballo que agita sus belfos, para escapar de la trampa de esa mirada inverosímil. Sus músculos están tan marcados que es imposible que porten consigo un átomo de grasa. Desde que olvidé las figuras de las clases de anatomía del colegio no sabía que hubiera tantos músculos en el cuerpo ¿humano? Exhiben la hechura elegante de los escaladores, cuerpos fuertes y estilizados que no pueden permitirse cargar con más peso del estrictamente necesario. Sus manos, extrañamente similares a las nuestras, se han olvidado del meñique. Uno de los seres es levemente más ancho, algo que se advierte sobre todo en los hombros y los brazos. También más bruto, diría. Nos observan con gesto desconfiado, hostiles y temerosos al tiempo. La parka de Xavi parece llamarles extraordinariamente la atención. Normal… con esos colores, lo raro sería lo contrario. La lluvia resbala por sus cuerpos desnudos de cintura para arriba sin que aparenten sentirla. El resto, lo cubren con retazos de pieles de colores terrosos, más claros que ellos, sin uniformidad aparente. Es como si cada uno hubiera cogido los sobrantes de una curtiduría y hubiesen conformado vestiduras con ellos, pegándolos uno a otro de cualquier modo. En realidad, no de cualquier modo: son pantalones, o medias, o leggins, o no sé. Algo que separa las piernas, las cubre hasta la rodilla y es ajustado. Uno de ellos enarbola el arco del que, a todas luces, ha partido la flecha clavada en el piso. Tiene preparada en él una nueva saeta, apuntando alternativamente a mi cabeza y a la de Xavi. Otro lleva en su mano algo extraño que solo puedo describir como una especie de honda cuyo funcionamiento es un misterio para mí. Las armas de los otros dos son mucho más reconocibles: enormes cuchillos, muy parecidos al de Xavi, pero de hoja más fina y algo más largos, levemente curvados, con el releje brillante, goteando lluvia. Diría que uno es una mujer, el que lleva el arco. Su pecho tiene una forma levemente diferente de la de sus compañeros, más redondeada y temblona, pero no arriesgaría mi vida apostando por ello. Su mirada tiene el mismo bermellón y su gesto la misma hosquedad que el de sus compañeros. Van descalzos, sin que eso aparente molestia alguna. Y en los pies, allí donde nosotros tenemos dedos, ellos tienen… nada. No es que tengan los dedos unidos entre sí: es que no tienen dedos. Esos pies grandes en demasía para tan breve cuerpo, silenciosos como el vacío, terminan de configurar a estos seres aparecidos de la nada y ahora quietos, amenazantes, ante nuestras narices.
Xavi parece paralizado. Su vista no puede apartarse de la flecha. Balbucea palabras que no llegan a salir de su boca. Mi mente, en cambio, lidia bastante bien con el terror. No porque yo sea más valiente que mi querido Sport Billy, sino porque está demasiado ocupada. Pensamientos incontrolados se apelotonan en mi cabeza. ¿Nos harán daño? ¿Nos dejarán ir? ¿Serán caníbales? ¿Habrá más por ahí? ¿Son niños o adultos? ¿Por qué no hacen ruido alguno? ¿Eso son pies o son aletas?
Busco respuesta en los ojos de Xavi, pero ahí no voy a hallar nada.
Tampoco hace falta.
El de pinta más circunspecta toma el mando de la situación. Se adelanta un par de pasos respecto a sus amigos y suelta por su boca el sonido más extraordinario que he escuchado en toda mi vida:
—¿Quiénes sois y qué hacéis aquí?
Esta extraña criatura humanoide se ha dirigido a nosotros en un español perfecto.
En un gesto cuya motivación todavía no entiendo, intento sacar el pasaporte de mi bolsillo para responder a su pregunta. Por esa manía de tenerlo siempre al alcance de la mano, literalmente, sobre todo cuando estoy fuera, es otra de las pocas cosas que he conservado tras el naufragio. ¡Como si esto sirviese para algo! Tan pronto mi mano comienza a alzarse con ese estúpido objeto que los humanos del primer mundo creemos que sirve para decir quiénes somos, uno de los seres, el que creo que es una chica, cambia la posición de uno de sus dedos.
El pasaporte termina sus días atravesado por una saeta temblona, clavado sobre una rama del árbol caído en mitad del sendero.
—Si vuelves a moverte, la siguiente te la clavo en el ojo —dice, con voz pausada de verdugo.
Quizá podamos entenderlos, pero está claro que no son nuestros amigos.