Mejor no hablo del viaje.
Ya costó lo suyo llegar desde XXXXX a Madrid. Xavi insistió en venir en su coche particular. Había conseguido, como compensación por este infierno que le habían obligado a padecer, unos días de vacaciones a la vuelta. Por eso fuimos en su Volkswagen Corrado amarillo. Cuando volviéramos iría unos días a Ibiza. ¡Y el bobo se trajo su coche para ir a una isla! ¡Desde un aeropuerto! Tuvimos que añadirle un remolque de los pequeños, porque en esa tartana no cabía nada. La música durante el viaje fue tan para olvidar como el dolor de cabeza que me provocó.
Llegados a la capital, discutimos con medio aeropuerto por el equipaje de Xavi. ¿Qué imbécil se lleva un rifle a una expedición caza-tormentas? Vinieron hasta los aceitunos. Al final, casualmente como dije yo desde el inicio, el rifle quedó en consigna.
Superada la incidencia del rifle, embarcamos con todo el resto: un par de buenas cámaras fotográficas (imprescindible un zoom mínimo x50), trípodes, cámara de vídeo (de la que se encargaba Xavi: no había presupuesto para que viniera un cámara), detector de rayos, cámara deportiva (por si grabamos desde dentro del coche o del barco), estación meteorológica portátil (estuve dudando entre traer mi XYLXJ, con todos los extras que se pueden imaginar, o la más sencilla Sainlogic, que tiene casi lo mismo, pero es mucho menos fiable; al final traje las dos), una cámara de trescientos sesenta grados (para no ser menos que esos chulos americanos), buena ropa cortavientos e impermeable (de esto Xavi vino surtido: parecía ir al Himalaya), un protector de granizo para el coche, un par de arneses por si las moscas, un buen cuchillo bien camuflado por si los moscardones… Debía haberlo proporcionado todo la empresa, pero no. La cámara de vídeo fue lo único, además de nuestras personas, que aportó Wisconsin TV.
Pude leer la entrada que AEMET y el National Weather Service dedicaron a Jordan. No se cortaron. Va a ser una de las gordas. Desde que hay registros, hay muchas maneras de medir la magnitud de las tormentas. La más evidente es una mera clasificación, de uno a cinco, según la velocidad alcanzada por el viento. Técnicamente irreprochable, me parece un baremo estúpido. Contar los muertos o el coste que tienen las reparaciones obligadas es mucho más apropiado. ¡Una tormenta es tan grande como lo son sus consecuencias! Nadie recuerda el Katrina por la velocidad de sus vientos, sino por los muertos y los daños que causó. Claro que esos datos son demasiado manipulables. ¡Como todos! Jordan estaba ya en categoría cinco. Eso significaba que sus vientos eran, apenas nacida, superiores a los doscientos cincuenta kilómetros por hora. Estaba aún en pleno océano, pero se dirigía a Haití. De seguir la ruta esperada, a la Perla de las Antillas seguirían la República Dominica, Puerto Rico, Jamaica, Barbados… Todavía estaba creciendo, así que podía llegar hasta a Venezuela y la Guyana.
Y allá íbamos.
Intentamos sentarnos en asientos separados en el avión. Xavi todavía estaba enfadado por lo del rifle y decidió que no quería tenerme cerca durante seis horas. Por una vez, estuve de acuerdo con él. Pero ni aun así, fue bien la cosa. No consiguió que nadie le cambiara el asiento. Insistió tanto, tantas veces y con tantas personas, que un matrimonio que iba de luna de miel a Jamaica se quejó al auxiliar. ¡Cómo son los maricas cuando se enfadan! Casi ató a Xavi al asiento. El caso es que estuvo a mi lado todo el vuelo. Protestó. Bufó. Se quejó de la comida. Se levantó al menos ocho veces a mear. Llamó otras tantas al azafato exigiendo cualquier tontería (cascos nuevos, servilletas…). Solo se calló cuando, harto, el pobre marica (¡perdón, que no puedo decir eso!: quise decir gay) le dijo:
—¿No podría ser usted como su novio y quedarse calladito lo que resta de vuelo?
Quedó tan impactado porque alguien pudiera pensar que éramos pareja que no abrió más la boca.
Eso fue solo durante el primer vuelo. Hicimos en total tres escalas: en el JFK de Nueva York, en el Hartsfield Jackson de Atlanta y en el aeropuerto internacional de Miami. Cuando aterrizamos en el Mais Gate de Puerto Príncipe habían pasado treinta y ocho horas desde nuestra partida de XXXXX. Xavi había envejecido treinta y ocho años.
Míster Werner espera mucho de esta expedición. Una noche vio un documental acerca de las mayores tormentas de la historia, los daños que provocaron, en muertos y dólares. Quedó impresionado. La imagen de un reportero que, sin soltar el micrófono, era arrastrado por el viento quedó grabada en su retina. Quería que sus chicos hicieran algo así. Wisconsin TV lo retransmitiría para todo el mundo. Y si alguien moría, sería una pena, pero seguro que la audiencia aumentaría. Y luego podría estirarse como un chicle malo en forma de trocitos de programas recién nacidos: realitys con los llorosos amigos y parientes, nuevas conexiones para ver las dramáticas consecuencias, campañas de ayuda a los damnificados…
Míster Werner no durmió, soñando despierto con las enooooormes posibilidades que se abrían para su cadena. Y eso, solo con que alguien hiciese un programa desde bien cerquita de una tormenta. Cuanto más cerca, mejor.
Cuando poco después escuchó en la radio hablar de Jordan, sumó dos y dos, y le resultaron muchos ceros en su cuenta. Los suficientes para rascarse los bolsillos y mandar a alguien, sin tener ni idea del peligro asumido, a rodar en una tormenta en mitad de la nada del Atlántico.
Fue como enviar a un niño de cuatro años, que juega a indios y vaqueros con una pistola de juguete, al puto desembarco de Normandía. ¿Y quién iba a ir? Pues el hombre del tiempo, evidentemente.
Yo.