El lector del cielo. Capítulo 1: ELECCIONES

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1.- ELECCIONES

No está mal, para ser el inicio del fin del mundo.

Salimos del aeropuerto. Muertos a medias y agotados por entero. Una Hilux del ochenta y seis, negra, con grandes ruedas, una barra antivuelco aún más grande y el depósito lleno aguarda en el aparcamiento. Tiene unos cuantos abollones, pero el brillo del lavado reciente la hacen parecer del noventa y seis. Metemos todo el equipo en la trasera. Me desagrada no poder cubrirla. La pickup tiene una cobertura deslizante que, desplegada, tapa lo que se ponga atrás. Pero no es suficiente. Nuestros bultos sobrepasaban de largo la altura de los laterales de la caja de carga: si los fardos no rompen las leyes físicas del espacio y menguan, no podremos usar esa protección. Puede que todo vuele por los aires si no está cubierto. Otro problemilla a resolver.

Al ver la camioneta, el humor de Xavi mejora. Coloca todo en la caja de carga sin el menor cuidado y se dirige al asiento del conductor. Me veo obligado a intervenir.

—Espera, espera. ¿Qué haces?

—No pretenderás conducir tú esta preciosidad.

—Por supuesto.

—¡Ni lo sueñes! ¡Conduzco yo!

—¿Sabes hacia dónde está la tormenta?

—No, pero puedes indicarme. No creo que…

—¿Sabes lo que tienes que hacer en caso de que el viento, sea plano o en forma de tornado, se acerque al camino por el que circulamos?

—No, pero si tú me dices…

—¿Sabes cómo enfrentar mejor la lluvia, el granizo o la aguanieve para que el vehículo sufra menos y pueda grabarse mejor a través de los cristales?

—No, pero…

—¿Sabes dónde está el norte?

—No…

—¿Sabes dónde está hotel al que vamos?

—Vale. Lo pillo. Conduce tú.

Me arroja las llaves. No las cojo al vuelo (nunca he sido muy hábil con ese tipo de cosas). Las recojo del suelo y subimos.

Durante el trayecto hasta el hotel, trato de ilustrar a Xavi acerca de lo que vamos a ver. Sus gestos de burla me hacen pensar que consigo de él la misma atención que un elefante presta a una hormiga. Es igual. Lo usaré como porteador y como cámara. No vale para nada más.

Llegamos al hotel, a las afueras de la ciudad de Hincha. Lo logramos (sí, es un logro) tras un viaje de dos horas y media por infames carreteras que no merecen ese nombre. Hay tantos socavones que, lo que sobre el papel son ochenta y tres kilómetros, han debido ser en realidad del orden de cien, de tantos requiebros y vueltas como damos. «La pieuvre qui se gratte le ventre», anuncia el letrero. Es francés, porque en un hotel tan internacional como este no van a poner el nombre en criollo. Creo que significa algo así como pulpo rascándose la barriga. Eso daría sentido al dibujo en líneas de neón de un pulpo sobre una tumbona, sujetando en alto, con un tentáculo, un vaso con pajita. Estos neones, fundidos la mitad, hacen que nuestro lugar de reposo parezca un híbrido entre puticlub y terraza de hotel de lujo. La lluvia, densa, como todo en estas tierras, adelanta en mi mente lo que veremos mañana.

El conserje habla muy poco. Viste de muchos colores. Es un hombre menudo, ventrudo, vedijudo, bezudo y patilludo. Y lento. Muy lento. Desde el mostrador donde sestea hasta nuestras habitaciones, los treinta metros se convierten en dos minutos de arrastrar sus pies enchancletados por barro apisonado y adoquines lavados por la lluvia. Al llegar a nuestros aposentos (¡dos, por suerte!), estamos los tres empapados.

—¿A qué hora dan el desayuno? —pregunto.

¿De-sayuno? —responde el hombrecillo, goteando lluvia por sus rastas.

Le petit déjeune —aclara Xavi. ¡Mira, resulta que vale para algo!

—¡Ah, de-sa-yu-no! Non desayuno hier, míster.

—Pues vaya…

Me despido de Xavi hasta las ocho de mañana. Acordamos buscar algo para comer ya en el puerto, cuando nos hagamos con el resto de provisiones. Estoy nervioso. Más de lo que me gustaría reconocer. No pego ojo. Mañana estaré muy, muy cerca, dentro quizá, de una tormenta en pleno Atlántico.

Al día siguiente la lluvia, como era de esperar, continúa su trabajo.

En días como este, en XXXXX, me gusta deambular por ahí. Sé que hay gente a la que le parece raro. Me embuto en un buen chaquetón. Me subo los cuellos hasta las orejas. Meto las manos en los bolsillos. Y a la calle. Nunca uso paraguas. Si acaso me preocupara un poco mojarme, sorteo los vanos de las calles de alero en alero. Si no hay prisa, me relajo y paseo. Es indiferente si me mojo. De hecho, casi me gusta. Una de las pocas cosas buenas de mi incipiente calvicie es la caricia de una suave lluvia sobre ella. Nadie más me acaricia.

Creo que mi vida puede definirse así: tranquila. O, al menos, acomodaticia. No es por mi causa, pero es cierto. No soy de los que gustan de viajes turísticos. En casita estoy bien. No hay niños dando la tabarra. Por no haber, no hay ni mujer que pueda haber creado esos niños. Hace mucho que dejé de buscarla. Demasiados disgustos. Demasiado trabajo. De vez en cuando un revolcón donde las luces y ya está. No me gusta, pero me sirve. No me enorgullezco, pero me sacio. No me llena, pero no me hace falta. No soy de los que ando publicando en Facebook fotos maravillosas de mis pies con playas paradisíacas de fondo. No busco presumir de las mejores comidas en restaurantes tan originales como distantes de mi casa. De hecho, no me gustan los restaurantes. Calma: eso es lo que busco. Y lo que tengo.

Casi siempre.

Dejo conducir a Xavi. Me ha ayudado con las mochilas y su francés de ayer ha vuelto a aparecer hoy. Facilita algo las cosas. Aunque con este conserje no hay idioma que pueda conseguir que haga lo que uno quiere.

La tregua dura diez minutos. Es el tiempo que aguanto batallando contra la música que se empeña en poner. No sé cómo ha encontrado una emisora de reguetón en un país que no conoce, pero lo ha hecho. Bronca. Cambio de lugar en los asientos. Más bronca.

—Recuerda que el presidente me ha puesto a mí al mando —digo.

Pedorreta. Luego, un viaje casi tranquilo hasta el puerto.

Está en la costa norte de Haití, muy cerca de la frontera con la República Dominicana. Es la ciudad de Fort-Liberté. Su nombre sugiere más de lo que realmente es. Del fuerte quedan apenas unas ruinas. Y de la libertad, la poca que arrastran consigo sus sufridos pobladores, básicamente dedicados a arrancar de la tierra el café que la meteorología les regala.

El puerto es poco más que un esqueleto de pilotes de madera embreados. Sobre ellos, tablones mordidos por el tiempo y el salitre. Los huecos en el claveteado de las gotas de lluvia son rellenados por los crujidos al caminar sobre el tablado. Allí, junto a embarcaciones de recreo propiedad del resort cercano, nos aguarda Jean. Su sonrisa, amplia y blanca como la luna, es lo mejor que he visto desde que llegamos. Habla español, inglés, ruso y francés. Es costamarfileño, pero vive en Marsella hace años. Tiene familia en Haití, lo cual viene muy bien para este viaje. Se ha dedicado a tantos trabajos que no los recuerda todos. Uno de ellos fue conmigo. Y, lo más importante, tiene experiencia como navegante y cazador de tormentas como para llevarnos al fin del mundo. Con ese currículum, fue fácil convencer al contable de la cadena de que me permitiera contratarlo para este viaje.

Bonjour, Manuel.

Bonjour, Jean. Este es Xavi. Xavi, este es Jean.

—Está todo listo.

Señala a un candray destartalado. Tiene unos doce o quince metros de eslora. Como Jean sabe que avecina tormenta, ha recogido las velas. Solo los palos desafían el ras de la regala. Entre sus muchos desgastes domina el color óxido. A su lado, la Orca ruinosa de la película Tiburón es un trasatlántico recién botado. En popa, sobre maderos que alguna vez estuvieron pintados de blanco, todavía puede leerse Mer d’huile. Buen deseo, aunque sea un presagio poco acertado.

—Cargar y zarpar —dije.

Oui, jefe.

Al dejar atrás aquel remedo de muelle, la lluvia comienza a caer de lado. El viento, casi inapreciable hasta entonces, se deja sentir tan fuerte que rasga los oídos. El cabeceo del candray es más pronunciado con cada milla que nos adentramos en el océano. Jean dirige el barco para enfrentar de proa las olas. De no ser así, cualquiera de ellas podría hacernos volcar. Cachones blancos se mezclan con la lluvia y golpean el rostro. Xavi está pálido. Jean, en popa, sujeta la barra del timón con seguridad. Apenas llevamos dos horas navegando.

—¡Ciento ochenta! —grito por encima de las olas.

—¿Ciento ochenta qué? —pregunta Xavi. Con su ropa de yachting de la mejor calidad, uno diría que está en su salsa.

—¡Kilómetros por hora! ¡Es la velocidad del viento!

—Y eso, ¿es mucho o es poco?

—Yo cuento con que lleguemos al menos al doble.

—¿El doble de… esto?

Tiene los nudillos blancos, de tanto como sus manos aprietan la crujía. Asiento con la cabeza. Xavi se sujeta aún más fuerte. Da un poco de pena. Le sugiero que se amarre a la borda, para poder usar las manos con la cámara. Aunque dudo mucho de la calidad de lo que obtenga, tal vez alguna foto pueda valer.

—¡Doscientos veinte!

Trato de colocar la estación meteorológica portátil en el lugar más apropiado. Necesito recabar tantos datos como sea posible. Los números crecen a un ritmo de locos. Si no hubiese tal fragor rodeándonos, oiría como pita al ritmo de una locomotora desaforada. El trípode no vale para nada. Lo desmonto. Uso cinta americana para sujetarla.

—¡Doscientos cuarenta y cinco!

Una ola cubre por entero el barco. Por suerte, al ser el candray de manga tan corta y barandas tan finas, el aguacero cae y vuelve inmediatamente a la mar. Limpio mis gafas y trato de ver si Jean y Xavi están donde estaban antes. Jean sigue en popa. Me sonríe y señala hacia proa. Asiento. ¿Y Xavi? Por un instante temo por él, hasta que lo veo renacer, alzándose desde la cubierta para situarse donde estaba. Cuando dejo de prestarle atención está rodeando su cuerpo y un palo con una maroma.

—¡Doscientos noventa!

Estamos ya en la zona de la tormenta que es un huracán categoría cinco. Como no sé cuánto hemos navegado ni con qué rumbo, no puedo predecir si será igual cuando toque tierra. No soy consciente del tiempo transcurrido. Me hallo en las tripas de una tormenta y nada más ansío que llegar hasta su corazón. Hoy puedo ver con mis propios ojos lo que, hasta este día, salvo contadas excepciones, solo había leído. Jordan es una señora tormenta. Una borrasca con todas las letras. Da fe de la máxima que alguien dijo: «la naturaleza aborrece el vacío». El vacío que tenemos delante es una región de bajas presiones. Como los vacíos han nacido para llenarse, el aire cercano de un sistema anticiclónico se mueve a su lugar, girando en torno a la zona de baja presión. Lo hace en sentido horario, elevando el aire más caliente, de menor densidad, condensándose y formando una nube en espiral que gira, a su vez, en sentido antihorario, por el Coriolis norteño. Es tan hermoso que las lágrimas de emoción se mezclan en mi rostro con las agujas de lluvia.

—¡Xavi, prepara la cámara!

—¿Que prepare… qué?

—¡LA CÁMARAAAA! ¡Hay que grabar, ahora!

—¿Estás loco? Yo de aquí —Señala el palo al que está amarrado— no me muevo.

—¡Hemos venido para esto! ¡Y tú tenías que ayudarme! ¡Tienes que grabar mientras cuento lo que tenemos encima!

—¡Que no me muevo, coño! ¡Grábate tú mismo, si quieres!

Es complicado encender y enfocarse uno mismo con la cámara de vídeo. Al menos con esta que nos ha dado la empresa. Pero lo intento. Cuando casi lo consigo, el barco traza una guiñada tan brusca que pierdo el pie. Miro a popa. Jean está inconsciente, caído junto al timón. La botavara está suelta. Ha debido golpearlo. Sin guía, ya no navegamos de orza. Las olas impactan por todos lados. El Mer d’huile surca los mares libre de intenciones. Solo un timonel gobierna: el antojo de la mar en plena galerna, aunque sea antillana.

Así, justo cuando el anemómetro de la estación meteorológica portátil frisa los trescientos quince kilómetros por hora y el barómetro los novecientos diez hectopascales (¡a punto de alcanzar los novecientos catorce de la tormenta Braer de 1993!), un muro de agua, verde, blanco y azul, nos golpea por estribor. El candray vuelca. Los tres pobres tripulantes, revolcados entre maromas, cachivaches varios y maderos podridos, golpeamos con nuestros cuerpos todo aquello que se nos pone delante. Tengo el tiempo justo de ponerme el chaleco salvavidas. Lo había olvidado hasta ahora. Resbalo y me golpeo la cabeza contra la regala.

No debí acercarme tanto. Tenía que haber llegado hasta donde el huracán era todavía de categoría tres, grabar algunos minutos de rociones y bamboleos, y regresar a Fort-Liberté. Pero mi ansia por saborear el interior de la tormenta nos ha conducido a la desgracia.

Tengo medio cuerpo bajo el agua. Ya no hay vertical ni horizontal. Todo está mezclado. El fragor de la tormenta lo cubre todo. Me cuesta respirar. Un nuevo vaivén y mis pies pierden contacto con nuestra nave. Estoy en el agua. Floto solo merced al salvavidas. Es naranja. Odio el naranja. ¿Y la estación meteorológica? ¿Habrá guardado todos los datos? ¿Y las cámaras? No hemos grabado ni un minuto. En un fogonazo estúpido, pasa por mi mente la imagen de míster Werner despidiéndome.

Lo último que veo es a Xavi. Con su men´s ægir race sailing jacket de HH, en color amarillo pollo, nada hacia mí. Parece un vigilante de la playa, embutido en una parka muy fea. Y muy cara.

Después, solo oscuridad.

Picture of Eduardo Noriega

Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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