La verdad es que este Sant Jordi ha supuesto un nuevo paso, una zancada diría yo, en esta aventura que emprendí hace ya algunos años. Aún no tengo cientos de lectores aguardando en una fila larga hasta perderse de vista a que este autor les firme su ejemplar, pero todo llegará.
En días como estos uno se da cuenta de muchas cosas que pasan inadvertidas para el ajeno a este mundillo: por ejemplo, que las tripas del negocio editorial tienen mucho más de lo que se enseña en su mostrador.
Desde cómo llevarse uno mismo los libros (cada ejemplar en papel de «Epílogo en sangre» pesa 979 gramos, maldita manía mía de medirlo todo, lo que, multiplicado por los 14 que llevé resulta… mucho ejercicio para las ocho y media de la mañana) hasta lidiar con las calles cortadas por mor del evento, que no queda otra que recorrer a pie, inutilizados los taxis. Me hicieron pensar en mi trabajo y me obligaron a tirar de mis capacidades como ingeniero, donde me enfrento a problemas logísticos de este estilo cada día.
El montaje del stand (para lo que casi no hice nada, ya que todo lo organizó la gente de Círculo Rojo, a quienes desde aquí doy las gracias); la presentación de los ejemplares en las mesas, que tiene más enjundia de lo que parece; las entrevistas, que nunca se me han dado bien, aunque sigo esforzándome; el saludo a quienes publicaron alguna reseña del libro y conversaciones acerca de él, algo en lo que sin duda soy una eminencia…
Todo son detalles que pasan rozando al visitante a Sant Jordi, pero en los que raramente cae. Hasta que participé de la primera en primera persona, asistía a ferias del libro como este Sant Jordi con la inocente creencia de que unos duendecillos mágicos como mis criaturas instalaban las casetas por la noche, organizaban los horarios o presentaban a los autores, aun sabedor de que eso era imposible.
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Para compensar estas cuestiones tan prosaicas, hay otras, sin duda lo mejor de este tipo de reuniones: el ambiente que se respira en todas las charlas, desde la que se tiene con el autor experto hasta el novato, o con el lector casual, incluso con las niñas de un colegio que preguntan cuánto se tarda en escribir un libro tan gordo; el contacto directo con los lectores (todavía me maravilla que alguien conozca mi obra tan lejos del hogar); ver media ciudad de Barcelona atestada como un avispero, todos con un libro o una rosa en la mano; las colas ante la parada del autor favorito, aguardando el entusiasta lector con ansia su firma en su ejemplar y la posibilidad de intercambiar siquiera un par de palabras con él; los propios protagonistas, los libros, todo un tesauro sumido en el caos de joyas que van desde la última novedad todavía sin estrenar a libros más viejos que yo, que ya es decir… por mencionar solo algunas.
Si no hubiera comprado días atrás el último de mi admirado Eduardo Mendoza, sin duda hubiera buscado alguna de sus muchas presencias en este día para que estampase su rúbrica en mi ejemplar. Quizá incluso le hubiera pedido, y si no estuviera aburrido de tanto preguntón sin duda me lo hubiera regalado, algún consejo que dejase la esencia de su arte en mi siguiente trabajo, más de lo que ya lo hacen sus libros. Pero no soy tan mitómano como para comprar dos veces el libro únicamente para contar con su firma y no lo hice.
En esta ocasión, además, tuve la fortuna de poder compartir una experiencia la noche anterior de esas que son para Disfrutar y atesorar por mucho tiempo en la memoria. Ni la lluvia fue capaz torcer las cosas, aunque su molesta (para nosotros, maravillosa para el resto de Barcelona en estos tiempos de sequía) presencia se dejase notar con toda su intensidad durante dos días.
Y ahora, a preparar la presentación que está por llegar, algo más cerquita, en casa. Ya os iré contando.
Felices lecturas.