13.- PALESTRA
Lairgnasata logra deshacerse de la influencia de su hermano en este viaje. Casi no tenemos turbulencias. Llegamos en nada, apenas dos horas a vuelo de ropiana. No tengo ni idea de cuánta distancia hemos recorrido.
El lugar es una playa. Sería la playa de Gulliver si nosotros fuéramos liliputienses. El lugar donde nos dejan los carros voladores está a unos cinco kilómetros de uno de los límites del arenal. Una gruesa línea verde anuncia que es la selva que ya conocemos. El otro extremo se pierde en el horizonte, entre la bruma que nace del mar. Literalmente, la playa llega más allá de donde nuestros ojos abarcan. Las olas se alejan de nosotros con cada vaivén: la marea está bajando. A pesar de ello, el ancho de la playa es de varios kilómetros. La pendiente de la playa es inapreciable. Una vez leí que hay una ecuación que relaciona el tamaño del grano de un arenal con la inclinación que tiene. Si esa fórmula es cierta, el tamaño de esta arena tiene que ser nanométrico.
—¿Por qué una playa?
—Lo sugirió Ella —responde Giselata—. A mí ya me ha costado que nuestras huestes confluyan hacia un único lugar. Tuve que cambiar la estrategia: de solo atacar, a atacar y huir. Solo así pude ir haciendo que nos siguieran, desde todo Wautto, para terminar aquí.
Tiene razón.
Las semanas previas habían sido de acopio de material bélico en el arenal Kepol y sus aledaños, de estudio de estrategias, de reconocimiento del terreno, cálculo de daños y almacenamiento de provisiones. Pero, finalmente, la idea de Giselata ha funcionado: un importante contingente de boqmurek, el más numeroso nunca visto, está acantonado en el extremo opuesto del arenal Kepol. En los días previos han llegado varias decenas de gorrimonstruos y de miles de guerreros vestidos de negro. La cantidad de boqmu es sensiblemente menor, pero esto solo es sabido por Giselata, sus generales y la emperatriz. No quieren compartir esa información con la tropa, para no bajar su moral. Para ellos, somos tantos los guerreros boqmu aquí acuartelados que no hay otro fin posible que la victoria.
Es de noche.
El murmullo de las olas se siente cercano, aunque se halle a kilómetros de distancia. Es lo único que se rebela contra el conticinio reinante. No deja de sorprenderme el contraste entre la tranquilidad previa a la batalla y la locura desencadenada después. Y eso debe ser igual en nuestro mundo cruel y en este.
Esa quietud se respira en los centenares de fogatas que pululan a lo largo y ancho de la playa. Desde las patrullas de reconocimiento de ropianas se ven como luciérnagas enormes sobre la oscuridad en que se ha convertido el dorado de la playa. El ambiente es plácido como el de un cementerio por la noche, pero la soldadesca está nerviosa. Presienten, respiran en el aire salado la importancia de la cita. Todos deberían dormir para llegar descansados a la batalla, pero solo los guerreros más veteranos lo consiguen.
Las hogueras, poco a poco, se extinguen.
Solo quedan las grandes, ubicadas en los puestos de guardia.
Cuando aún faltan horas para que amanezca, uno de esos soldados insomnes olvida su intento de dormir y despega sus párpados. Giselata se levanta del camastro y sale de la tienda. Camina unos metros hacia la mar. Es ahí donde estoy yo. Tampoco puedo dormir pero, además, me fascina el cielo nocturno. Las alineaciones de estrellas, ya lo hicieron en su día, me confirman que no estamos en el planeta Tierra, ni en el sistema solar, ni en ningún sitio del que haya oído hablar. El cielo está tan libre de nubes como en las noches despejadas de invierno. Las dos lunas están tan cerca de nosotros que se ven enormes. Puedo ver, sin telescopio, los accidentes de sus rostros: costras con forma de cadenas montañosas, heridas hechas por cañones, granos constituidos por cráteres secos… Es fascinante.
—¿Qué puedes ver ahí arriba, lector del cielo?
Doy un respingo. La arena ha silenciado sus pasos, incluso con esas aletas que tienen por pies. ¡Estos ojos rojos son visibles incluso de noche!
—Nada —respondo—. Ahora mismo, nada.
—Espero que, con la luz del día, eso cambie.
No suena a amenaza, ni a esperanza, ni a reproche.
Me encojo de hombros. Nunca he presumido, ni en mi mundo ni en este, de saber lo que va a suceder. Solo tengo una cierta posibilidad de acierto basada en datos científicos, tanto mayor cuanto mejores sean esos datos. Sé muy bien que a los números, aunque parezca un oxímoron, se les puede hacer decir lo que se quiera.
Permanecemos un rato mirando a la noche, petrificados, en silencio.
No sé cuánto tiempo pasa. Cuando se aburre de mí, Giselata se marcha. Al irse, su mano roza la mía. En mi escuálido almacén de habilidades no hay ninguna que me ayude a interpretar ese gesto.
Todavía reinan las lunas y la oscuridad cuando Giselata despierta a su padre. Ambos se dirigen a la tienda de la emperatriz, la única que posee una para ella sola. Al cabo de nada, salen y la actividad, sigilosa, renace en este lado de la playa. En nada están encaminándose hacia el enemigo, hollando en silencio la arena seca.
No nos han incluido en las reuniones de estrategia. Solo me han dicho que, si nos necesitan, nos lo harán saber. Hasta entonces, que nos protejamos como podamos.
El enemigo también ha hecho de las suyas.
Se han aproximado, a través de la selva, conminando al reino verde para que los silencie. No se ha escuchado ni el crujido de una rama, ni el roce entre dos hojas, ni el ulular de un ave nocturna. Cuando las filas de nuestros guerreros boqmu han avanzado aproximadamente medio kilómetro en el más absoluto silencio, desde su flanco derecho caen de improviso sobre ellos al menos mil enemigos. Tras este primer embate por sorpresa, los boqmurek vuelven a la jungla sin apenas bajas. Los nuestros sufren muchas más.
La retirada ya no es tan silenciosa, pues los árboles se encuentran con órdenes contradictorias. En esos casos, me lo habían advertido, los vegetales suelen hacer lo que les da la gana, ignorando a sus socios. En ocasiones desobedecen a propósito, haciendo lo contrario de lo solicitado, para demostrar su independencia y su nula afinidad por el mundo de estas criaturas cuando ellas mismas no se ponen de acuerdo. El ala derecha de los boqmu se adentra en la selva, en pos de sus enemigos. Pero su éxito es más que escaso.
Desmoralizada por la primera sangre vertida de los suyos, Lairgnasata decide no demorar más su actuación. Escoltada por Luhuata y una docena de soldados, monta en un carro mayor de lo usual y avanzan hacia el enemigo.
El cielo comienza a cambiar.
Viento.
El primer golpe que propicia la Emperatriz de los Cielos es un vendaval, que hace volar los finísimos granos de arena. Su intención es dificultar el avance y la visión del adversario. Allá, al fondo de la playa, se intuye la marcha sin freno de los boqmurek.
La estratagema funciona, pero solo en parte.
Su hermano, despierto y avizor a los movimientos del rival, resta efectividad al ataque de la emperatriz. Una lluvia de gruesas gotas caen sobre sus tropas, como lágrimas de gigantes que todo lo arrastran. Ambas huestes están ya en modo de ataque total. Comparten un caos ordenado: forman pequeños grupos, de no más de treinta efectivos, mandados por un soldado veterano. Se mueven con independencia unos de otros y se enfrentan a escuadras similares en la parte contraria.
A ojos del profano, solo los animales, las vestiduras y el número total marcan diferencias entre las dos huestes.
Los boqmu usan sus carretones tirados por ropianas. En la arena tienen muy poca movilidad pero, una vez en el aire, son armas temibles. Los arqueros que van en ellos, acaban con un gran número de enemigos. El siguiente movimiento de Sidasfoata es tratar de derribarlos, con ráfagas de viento que, empero, también desestabilizan a sus propios aliados voladores: los gorrimonstruos. Son menos que los carros de los boqmu, pero su fiereza y efectividad es muy superior. Llegan sin orden ni concierto, como los animales salvajes que son, arrasando con los escuadrones boqmu, garras y pico en ristre. Hoy no llevan ningún boqmurek subido a su chepa. Matan por sí mismos. Los boqmu aprenden pronto a combatirlos. La emperatriz crea una tormenta de granizo que, aunque afecta a todos, logra desequilibrar y acabar con gran parte de los engendros alados. Cuando caen al suelo, lastimados y mucho más torpes, los boqmu tienen más sencillo acabar con ellos.
A Xavi no le alcanzan sus ojos para verlo todo. Está a mi lado y, por una vez, entiendo perfectamente cómo le siento a diario: inútil. Da saltitos y grititos, como un canario asustado con la puerta de su jaula rota, al alcance del gato que por ahí ronda… hasta que no lo soporta más. Sin aviso, toma en su mano uno de los pequeños escudos de los boqmu (apenas una rodela, adaptado a su liviandad) y una lanza.
—Deséame suerte —dice, a modo de extraña despedida, mientras sopesa el arma y emula a un lanzador de jabalina.
Él solo, único humano en la batalla, arranca a correr hacia donde sus amigos están siendo atacados, hacia donde su amada despliega su pericia. Dudo que tenga experiencia alguna en batalla. Quizá haya luchado antes en un videojuego. Con suerte, paintball. Pero esto no es World of Warcraft. Un relámpago de inquietud, de temor nunca sentido, por él, por su seguridad, cruza mi mente. Me despido en silencio. No cuento con volver a verlo.
Quedo solo, en la retaguardia de un ejército que confía en la victoria, más gracias a los corazones de sus soldados que a la fuerza de sus brazos o la puntería de sus dardos. La vergüenza me puede pero, sinceramente, dudo que pueda hacer algo útil.
No lo decido yo, sino mi inconsciente: comienzo a caminar. Sin razón alguna en concreto. Simplemente me acerco, como un asistente a un espectáculo taurino se acerca a la primera fila, a la barrera, paso a paso, sin quererlo, pero sin evitarlo, atraído por el misterio y la belleza de la sangre.
Los ropianas indemnes cada vez son menos. Sus arqueros bajan a ras de arena para librarse del hostigamiento al que son sometidos por los cuatro gorrimonstruos que quedan en el aire. Las aves son inteligentes: al advertir que su número ha menguado tanto, se alejan del suelo para iniciar sus ataques desde mayor altura y centran su interés asesino en los ropianas y sus carreteros.
Cuando ambos ejércitos colisionan de pleno, la superioridad numérica de los boqmurek se hace evidente. Incluso yo, que estoy a gran distancia, puedo ver cómo la marabunta vestida de negro envuelve a los boqmu. ¿Tanta diferencia había? Si Giselata lo sabe, y debería saberlo, ¿por qué ha aceptado tan desigual batalla? ¿Por qué han asumido Luhuata y la emperatriz tal riesgo? Hasta que el desenlace de una batalla no es definitivo, no existe estrategia segura, pero siempre hay algunas más imprudentes que otras.
Entonces lo veo.
Un tapete de nubes violáceas cubre todo el arenal. De él se comienza a desgranarse, brizna a brizna, una columna del mismo vapor que forma la nube. Al final, tendrá una forma parecida a una seta, pero ahora está en su fase naciente. Apenas es un hilillo de nube vertical bajo el cumulonimbo primigenio.
Sé lo que va a pasar.
Un sistema ventoso de gran potencia, debido a un enfriamiento del agua, hielo o granizo contenido en la nube, nacerá de una corriente convectiva descendente desde ese cumulonimbo. Cuando llegue a pocos metros por encima de la playa, se dispersará en forma radial, llevándose por delante todo con lo que se tope.
Un reventón.
Bonito nombre para tan catastrófico fenómeno. Los anglosajones lo llaman downburst: literalmente, estallido descendente. Es un fenómeno muy local, siempre abarcan menos de ocho o diez kilómetros. Su duración no excede la media hora. Algunos estúpidos lo confunden con un tornado, pero no tienen nada que ver. En un reventón, el aire baja y luego se expande hacia afuera. En un tornado, el aire se desplaza hacia adentro y sube. Justo lo contrario.
Creo que este será un poco diferente. Una variante conocida como reventón cálido, o reventón térmico. Es el más probable a estas horas. Y no es nada bueno. No, nada bueno.
He de avisarlos.
Si no llego a tiempo, o la emperatriz no lo ve, todos los boqmu morirán.