El lector del cielo. Capítulo 12: Elucidando

250309 ELDC cap 12 elucidando

12.- ELUCIDANDO

Este vuelo es mucho más callado que los anteriores.

La emperatriz, recostada, es atendida por Luhuata, que le susurra sus planes. Por el momento, lo principal es refugiarnos en un lugar seguro. Desde ahí, reconstruir su mundo y defenderse de los boqmurek.

No volamos hacia Gua.

La información sitúa la principal ciudad de los boqmu en manos del enemigo. Los ropianas y el viento acordado por Lairgnasata nos trasladan en medio de la noche. Volamos casi a ciegas, guiados por las corrientes y el instinto de estos animales. Estos carruajes, una especie de tílburis de la edad de piedra, toscos y de apariencia pesada, tienen capacidad para cuatro personas, además de su guía. Así que en uno vamos Xavi, Giselata y yo, y en el otro la Emperatriz del cielo, el Grande entre los grandes y dos labriegos-guerreros como escolta. Espero que les vaya mejor que a sus predecesores.

El xattub queda junto a su gente. Ha prometido enviar información acerca de los boqmurek del mirador. Fuese la que fuese.

En nuestro plaustro, Giselata alterna su atención entre el frente, instando al carretero a ir hacia un lado u otro, y yo. Leo en sus ojos de rubí algo más que fascinación por un ser diferente. Pero ¿qué sabré yo de leer intenciones en la mirada de las mujeres? También creo que a Mónica le gusto y aquí estoy: comiéndome los mocos. Un codazo me despierta de mis ensoñaciones.

—La tienes loquita, loquita.

Xavi.

—¿Eehhh? ¡¿Qué dices?! ¡No digas tonterías!

—Lo que yo te diga…

—¡Que no digas esas cosas!

—Vale, si no me crees, allá tú.

—No digas… ¿De verdad crees que Giselata puede estar interesada en mí?

Xavi se acerca. Estamos sentados en el suelo del carro. El aire que surcamos produce un ruido de mil demonios.

—Amigo, he visto esa mirada, ¡pero sin el rojo, claro!, en cientos de chavalas. Y todas querían lo mismo.

—¿Cientos? —Me parece imposible que alguien que no sea el vain Warren Beatty pueda haberse acostado con cien mujeres.

Xavi asiente, tocándose la nariz en un gesto que intenta transmitir complicidad, pero que no entiendo. ¿Será que droga a sus conquistas antes de copular con ellas?

—¿Y qué hago?

¡Dios mío! Estoy teniendo la charla adolescente sobre el sexo con un hombre que tiene la inteligencia de una lechuga pasada de fecha, valora a las mujeres como a trofeos y está ahora mismo embelesado por una criatura de once o doce años.

—¿A ti te gusta?

No sé qué responder.

Desde luego, siento algo. Pero, en la locura de este momento, no sé lo que es, ni me he detenido a pensarlo. La observo con detenimiento. Está junto al boqmu que lleva las riendas. Veo, salvo cuando se gira, su espalda, liviana y al tiempo capaz de alzar a pulso a su padre, con sus contorneadas y tonificadas piernas. Y su culo de gimnasta. También veo un pecho incipiente. No sé si es escaso o, como supongo, es que simplemente las tetas descomunales de alguna de nuestras mujeres no existen en estas criaturas. ¿Es guapa? No sabría decirlo. La nariz es chata en exceso. El semblante es serio en exceso. El pelo es largo y descuidado en exceso. Excesivo exceso. Pero quizá en su mundo esos sean síntomas de belleza. Es demasiado rara para que me guste. Pero, ¿qué es ser raro? No hay modo objetivo de medir la rareza. Cuando somos niños queremos ser iguales a los demás, que nadie nos señale por frikis. Pero cuando crecemos, la cosa cambia: entonces queremos ser distintos a todos, tener una marca propia. Giselata nada más es diferente. ¡Tan distinta de lo que encuentro cuando voy donde las luces! Tan menuda. No puedo pensar en ella como una mujer. Observo a Xavi y pienso, pese a saber que no tiene nada que ver con la realidad, en pedofilia. La Emperatriz puede parecer una niña, pero desde luego no lo es. Y lo que Xavi siente en nada se parece a la perversión de algunos por el sexo con niños que ni saben lo que es eso. ¿Será que no estoy acostumbrado a otra cosa? ¿Tan poderosa es la costumbre? No despierta deseo en mí. ¿Puede amarse sin desear? En cambio, su arrojo, la dilección que me demuestra, sus acciones salvadoras, su capacidad de liderazgo, que puedo ver ahora mismo junto al carretero… Y esa mirada. Cuanto sé de ella grita al mundo que es un ser que merece la pena conocer. ¡Ojalá lo tuviera tan claro como Xavi! Por primera vez en mi vida, lo envidio.

Como en tantas ocasiones, dejo que la cobardía decida por mí. Que ese destino en el que no creo actúe conforme a sus reglas.

……………………………………..

Fueron días extraños.

Si no había ido a ninguna discoteca, a ningún bar, no había salido ningún fin de semana ni tenía amigos con los que hacerlo, ¿cómo pudo interesarme así, de un día para otro, ir a la fiesta de primavera en la discoteca Momentos? Tras pensarlo concienzudamente, solo hallé una respuesta. Ella. Un día me pidió un lápiz. Se lo presté. No me lo devolvió. Otro día me pidió ideas para el resumen de un libro. Otro se sentó a mi lado y me dijo que estaba perdida sin el comentario de texto. Cuando le ofrecí el mío, me dio un beso en la mejilla. Olía a fresa. Sus labios brillaban. Sus dientes eran del más resplandeciente blanco que nunca vi, insuperable incluso para la nieve más pura. Su cabello de oro brillaba los días soleados. Cuando sabía que iba a hacer sol, iba a clase media hora antes, para verla llegar y admirar el refulgir de su cabello. Cuando acudía a clase con él suelto, la aureola de luz era indescriptible. Era un diamante destacando entre las boñigas de sus amigas. No me saludaba, pero daba igual: yo sabía que era por timidez. Mi entrepierna comenzó a tener vida propia. Un día tropezó y se cayó al suelo. Corrí a ayudarla a levantarse. No escuché las risas. Nada más existíamos ella y yo. Lástima que un imbécil llegó antes. Maldije mi poca velocidad, algo que traté de arreglar en las siguientes clases de gimnasia, con escaso éxito, la verdad. Otro día me rogó que la ayudara con las láminas de dibujo técnico. No tenía ninguna hecha, y ese viernes había que entregar diez. Quedamos en la biblioteca después de las clases y se las hice, con ella al lado siguiendo mi portaminas, mi escuadra y mi cartabón, pasándome la goma cuando se la pedía. Aquella tarde rozó cuatro veces mi mano. Me cambié el peinado. Mi padre mi dijo que tenía pinta de imbécil. Mi madre me dijo que estaba guapísimo, que parecía un actor de cine.

Vi el cartel de la fiesta en el tablón. No tuve duda: era el momento perfecto para declarar lo que sentía y convertirla desde ese día, para siempre, en mi media naranja.

El día de la fiesta le robé a mi padre su perfume. El olor no me gustaba demasiado, pero el anuncio de la tele decía que funcionaría mejor cuanto más cerca… y yo quería estar muy, muy cerca. Usé al menos media botella. Me puse una camisa blanca ¡por dentro del pantalón! Limpié como nunca mis playeras y me puse las gafas de los domingos. El exterior era inmejorable.

Fui caminando hasta la Momentos, porque no quería gastar dinero en un taxi. Así tendría más para invitarla a lo que quisiera. Creo que fue eso lo que provocó el exceso de sudor en mi sobaco, que humedeció la camisa casi hasta media manga. O la media hora en la cola para entrar, bajo aquel sol inclemente. No fueron los nervios, no.

Cuando entré, la busqué con la mirada. Ahí sí estuve un pelín inquieto, porque durante una hora y media no la vi. Rotos mis tímpanos por una música odiosa, dejé pasar el tiempo entre la barra y el baño, al que fui seis o siete veces. Resulta que llegó tarde. ¡Claro, como siempre hacen las estrellas! Entró acompañada de sus amigas. El vestido era azul celeste. Dejaba ver demasiado de su pecho para los demás y demasiado poco para mí. Es decir: lo justo. La falda, ligeramente por encima de las rodillas, era la mezcla perfecta entre recato y sensualidad. Su sonrisa reflejaba las luces de colores de la discoteca, dándole un aura de santidad y lujuria al tiempo que no había visto en nadie más.

Me acabé de un trago la copa (Martini con vodka, nunca lo había bebido hasta aquel día, pero resultó que me gustaba), me peiné (echándome a un lado el flequillo, levemente sudado) y eché atrás los hombros. Miré al camarero y, por encima del estruendo le pregunté (después de hora y media solo, pidiendo copa tras copa, nos habíamos hecho amigos):

—Mario, ¿estoy bien?

Él se rio (¿o se sonrió?) y levantó el pulgar.

Allá que fui.

Creo que fui la comidilla del instituto durante un tiempo. No todos los días alguien vomita encima de la reina del baile y sus amigas.

Antes de aquella noche yo era un tío al que nadie conocía. Después, fui Míster Pota para todo el mundo. Antes creía que ella y yo estábamos enamorados. Después de gritarme, patearme hasta perder uno de sus zapatos y llamarme de todo menos bonito, supe que el único sentimiento que albergaba en su corazón de piedra hacia mí era desprecio. Antes me eran indiferentes las risas y las opiniones del resto del mundo. Después, los cuchicheos, sonrisas maquiavélicas y carcajadas descaradas provocaban en mí tanto dolor como una daga clavada en el alma. Antes me creía capaz de buscar mi propia felicidad allá donde señalasen mis entretelas. Después, estuve seguro de que lo menos doloroso era no hacer nada si hacer algo era ir en pos del amor.

Al volver a casa, mi padre, que estaba esperando a que llegase, me miró de arriba abajo. Vio la bosadilla seca en mi pechera, los morados y llagas en mi rostro tras las patadas, los restos de sangre en los puños de la camisa antes inmaculada, el pantalón más negro que azul, de la mugre pegajosa del suelo de la Momentos, sintió el golpe del hedor a colonia mezclado con vodka y vómito que emanaba del gurruño infecto que era y dijo:

—¿Qué? ¿Te lo has pasado bien?

Me derrumbé en la cama, todavía pensando en ella.

He olvidado su nombre.

……………………………………..

Han pasado tres meses, una semana y dos días desde que algo nos arrojó en Wautto.

Nos hallamos en medio de una guerra fratricida que arrastra consigo a dos sociedades, tan gemelas como es posible, tan distintas como ambas quieren ser.

Los boqmurek centran sus esfuerzos en atrapar a la emperatriz. La estrategia de los boqmu, en cambio, está enfocada en protegerla e ir minando poco a poco el poderío militar del enemigo. Esto provoca que hayamos cambiado nuestra posición cuatro veces desde los sucesos del Mirador sobre el Hiuve.

Las escaramuzas se han convertido en batallas.

Las incursiones se han convertido en asedios.

Los boqmurek reclutan números para su tropa con la sencillez de dos razones principales: la escasez que gobierna la vida de los boqmu y la presencia de Sidasfoata. Su existencia era una vieja leyenda. Basta que se presenten con él en cualquier asentamiento y que demuestre quién es con algún truquito de los suyos, para que la devoción por la emperatriz se transforme en recelo y duda. De ahí a reclutarlos para su causa, solo falta la elocuencia interesada de Rimidalvata. Las palabras incendiarias del mandamás de los boqmurek han ganado para su causa miles de guerreros en las últimas semanas. Y, si eso no funciona, el discurso se convierte en una trampa de la que muy pocos escapan indemnes. Ayudados por un ejército de pajarracos, de aliqus (los bichos parecidos a jirafas que tiran también de sus vehículos) y cientos de soldados fanatizados, su ejército está masacrando todo cuanto halla en el camino.

Los bosques y otros vegetales amigos están pereciendo bajo el fuego.

Escuchar el grito de los árboles que mueren abrasados en un incendio es probablemente lo más doloroso que he vivido. Xavi no pudo contener las lágrimas la primera vez. El semblante luctuoso estuvo con él más de una semana.

Las cosechas boqmu han sucumbido bajo las nuevas condiciones instauradas por Sidasfoata. Es mucho más sencillo destrozar un cultivo que hacer que crezca fuerte, sano y rápido. Basta una granizada a tiempo, un huracán en el momento justo o un diluvio de un solo día, para que la tarea de meses de Lairgnasata se vea diluida en nada.

Mi papel durante este tiempo ha sido volar de un lado a otro para tratar de intuir los mandados del hermano sobre los cielos. Tras esto, rápidos avisos a la emperatriz y es ella quien trata de paliar los efectos del desastre. Es agotador, sobre todo por la escasa eficiencia del trabajo. Tengo la impresión de que siempre llego tarde. Pese a ello, en la emperatriz, en el grande y en todo boqmu con el que hablo solo encuentro miradas y gestos de agradecimiento. Insisten en que, sin mí, habrían perdido la contienda hace tiempo, incapaces de luchar, débiles por inanición, desorientados sin un fin a la vista.

No hay lo que llamaríamos estaciones en este lugar. No hay un clima dominante. Bajo el influjo de los dos hermanos, la inconstancia de los cielos es la única constante. Todo cuanto estudié a lo largo de años, expandido por todo el planeta, lo estoy viviendo en un solo lugar en menos de tres meses. De no ser por el detallito de que cada jornada puedo morir volando o atacado por los boqmurek, estos días serían los más felices de mi vida. Sin discusión. He visto colores en la bóveda celeste que no habría podido imaginar en cien vidas. He visto luchas de tormentas que han provocado que mi pelo se erice por la electricidad estática aunada a la excitación. He visto corrientes ventosas a mi alrededor que crean remolinos, destruyen viviendas y arrancan árboles con tal furia que nada puede oponerse.

Pero he de concluir que, por más fascinante y hermoso que sea este paisaje, nada bueno puede suceder cuando la meteorología es gobernada por más de una voluntad. Sea humana o divina. Solo un ser ha de mandar sobre los cielos. Otra cosa no es sino el inicio de una sucesión de catástrofes, a cuál más aciaga.

A Giselata se le ocurrió hace unas semanas intentar atrapar al hermano. Sin él, los boqmurek perderían la razón de su discurso inculpatorio y la más poderosa arma en su lucha. Su padre prefería acabar con él, pero Lairgnasata se opuso con firmeza.

Hubo una incursión en territorio boqmurek. De los cincuenta que partieron, solo seis regresaron. Giselata fue una de los supervivientes. Al retornar, dio un abrazo a su padre y luego apoyó su cabeza en mi tripa y ciñó con sus brazos mi cintura durante el abrazo más largo de mi vida. La siguiente batalla fue la más sangrienta de todas. Los boqmurek diríanse invadidos de una cólera provocada por el intento de secuestro que se tradujo en miles de muertos para ambos bandos.

Nos hallamos en una choza, mucho menos cómoda que cualquier otra estancia hasta entonces, el xattub local y su esposa, cuyos nombres no recuerdo, Xavi, Giselata y su padre, Lairgnasata y yo. Es de noche. El viento ruge unos kilómetros por encima, pero la Emperatriz ha creado una especie de escudo que impide que llegue a nosotros. Hemos terminado una magra cena formada por solo fruta y leche (no quiero preguntar de qué animal) y aguardamos a nada, sentados en el suelo de tierra. Miramos embobados el fuego creador de sombras que nacen en nosotros y mueren, danzarinas, en las paredes de caña, cubiertas por tapices con formas geométricas. El humo que llena la cabaña apenas cabe por el mínimo humero del techo. Permanece un rato entre nosotros, hasta que huye definitivamente. Nos adormila.

—Esta lucha nos está desangrando —dice la Emperatriz.

Sus palabras siempre son las más sabias, así que nadie duda de lo certero de su sentencia. Es la única que no tiene sus ojos posados en la hoguera. Su mirada está centrada en el infinito, más allá de la ventana.

Todos la miramos.

—Si continuamos así, mi hermano y yo acabaremos con todo. Y los boqmurek y los boqmu se matarán entre ellos… y hasta ahora perdemos.

—¿Tienes algún plan? —pregunta Luhuata.

Parece haber envejecido veinte años en tres meses. Incluso camina encogido, agobiado por el peso de los años y las desgracias. Su voz, empero, sigue siendo la misma: noble, docta, traviesa.

—Quizá…

—Os escuchamos, oh, Emperatriz.

—No sé qué hacemos por ahí. Cada día hay decenas de escaramuzas y cada semana una batalla, pero de nada valen. Han de volver a casa.

—¡Tenemos al ejército disperso por medio Wautto! Si abandonan ahora, perderán el trabajo de semanas de hostigar a los boqmurek.

—¿Cuánto ha rendido hasta ahora ese trabajo, Giselata?

Nadie la ha nombrado como tal, pero después de regresar de la partida que intentó secuestrar al hermano, es de facto la comandante de toda la tropa boqmu. Pese a ello, no tiene respuesta a la pregunta de su emperatriz. Agacha la mirada.

—Lo que suponía.

—¿Y cómo pretendéis hacerlo?

—Giselata, tú conoces mejor que nadie el estado de nuestra tropa y su situación. ¿Alguna idea?

La joven medita un instante.

—¿Qué es exactamente lo que pretendes?

—No hablo de ganar. Lo que quiero es acabar.

—De acuerdo. Entonces, sé lo que hay que hacer.

Silencio y expectación.

—¿Que eeees…?

Dibuja unas rayas sobre el piso con una ramita. Luego comienza a trazar planes y más líneas. Tras un rato hablando, una X rodeada de un círculo remata su discurso. Por supuesto, la pregunta que sigue es de Xavi.

—Y eso, ¿qué es?

La batalla final.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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