11.- ESTRATEGIAS
El descenso por la escala de piedra es la vez que más rápido he bajado unas escaleras en toda mi vida. Incluso unas tan incómodas como estas. Cuando casi acabamos, los otros dos gorrimonstruos —ese nombre me lo he inventado, pero es que no dejan de recordarme a gorriones— pasan en un vuelo rasante, tan cerca que pueden olerse los restos de comida de sus buches al aullar. Tenemos que pegarnos contra la roca para evitarlos.
Ahora es aún más inseguro cruzar el infame puente, ya ante nuestros ojos.
Espalda contra la roca, Giselata sigue la trayectoria de los engendros con su arco, dispuesta a lanzar una nueva flecha. La concentración que muestra su rostro es imposible de reproducir con palabras. Los demás, con el corazón asomando por la boca, dudamos de todo.
—¡No podemos quedarnos aquí! ¡Llegarán más!
—¿Prefieres cruzar con esos bicharracos rondándonos? —digo.
Después de lo que he visto, la gracia provocada en mi mente idiota por sus andares ya no existe. Solo queda pánico. Pero no todos están tan aterrados como yo. Cuando menos se espera, puede aparecer el héroe que (casi) todos llevamos dentro.
—Vamos —dice Xavi.
Tiende su mano a la Emperatriz. Ella, con una sonrisa impropia del momento, la toma y va tras él. Los demás no podemos sino seguir sus pasos.
En esta ocasión no espaciamos nuestra travesía por la maldita pasarela. No hay tiempo para precauciones. Nos embarcamos todos a la vez. Entre la sobrecarga y las prisas, la pasarela cruje más que un parqué de cien años y tiembla más que un viejo desnudo en el polo norte. Sujetos como podemos a las maromas que hacen de barandilla, somos todo fragilidad. A pocos metros, los gorrimonstruos dan la vuelta y dirigen sus alas membranosas hacia nosotros. Podemos verlo. Y, sin embargo, no podemos hacer nada por evitarlo o por protegernos.
Únicamente correr sobre un inseguro camino de baldosas de madera.
Cuando se produce el impacto, solo Xavi y Lairgnasata han llegado al otro lado. No sé cómo, nos hemos librado de sus garras. Yo estoy a menos de un metro del borde. Escalando por los tablones semipodridos, consigo llegar. Tras de mí, Giselata mira atrás, hacia su líder, hacia su padre. Ha enfundado el arco en su torso y se presenta a mi imaginación como una Artemisa rediviva. De no ser así, no podría usar sus manos para afianzarse en el colgajo en que se ha convertido el pontón y, al tiempo, ofrecer su ayuda. El Grande entre los grandes, en precario equilibrio, patalea en el aire.
—¡Padre! ¡Dame la mano!
Luhuata siente su exceso de kilos y años más pesado que nunca. Sacando fuerzas de donde no tiene, de ese lugar al que solo alcanza la desesperación, logra asir la mano de su hija. Con muchísima más pena que gloria, cruzan al fin el vacío. Lo logran en el mismo instante en que el aullido de las aves rompe nuestros tímpanos con un nuevo choque. Atrás queda el puente, roto, reventado por dos torpedos con forma de pájaros con sobrepeso.
La arboleda sirve de refugio, demasiado efímero, pero refugio, al fin y al cabo. Los gorrimonstruos siguen al acecho. Las copas de los árboles negras y rojas tiemblan bajo su vuelo. Como no puede ser de otro modo, acaban posándose, para rastrearnos sobre el suelo. Todavía no han finalizado la caza. Llegamos al otro lado del bosquecillo. Es tan breve que lo hemos atravesado sin apenas darnos cuenta, apremiados por el peligro.
Ahí están.
Nos aguardan.
En sus ojos obesos solo una cosa se refleja: hambre.
—¡Atrás! —grita Luhuata— Los árboles nos protegerán.
Volvemos sobre nuestros pasos y nos internamos unos metros en la espesura. Intuimos las sombras de las aves, fuera. Saben que estamos aquí, pero tienen miedo al bosque. Hacen bien. Cuando intentan venir a por nosotros, los árboles —¡qué extraño me resulta decir esto!— se vuelven locos: se doblan, se agitan, sacuden sus ramas como látigos y buscan los ojos de nuestros acechadores con unas espinas que no había visto. Logran detenerlos.
Pero no ahuyentarlos.
Los gorrimonstruos tornan rabadillas y deciden esperarnos fuera del alcance de nuestros protectores vegetales. Su aullido suena más quedo y prolongado. Más paciente. No buscan ya aterrorizarnos, sino avisarnos que ahí estarán cuando decidamos abandonar nuestro escudo. Doblan sus patas y se recogen, como si se dispusieran a empollar un huevo inexistente. Pero no apartan su mirada cazadora del bosque.
—No podemos quedarnos aquí para siempre —dice la Emperatriz al cabo de un rato de tensa espera.
Nadie sabe qué hacer.
—¿Qué propones, oh, Emperatriz?
—Acabar con ellos.
—No tenemos armas. Y somos muy pocos.
—Lo tenemos a él —alega, señalándome.
—¿Yooooo? ¿Qué voy a hacer yo contra esos bichos?
—Yo los atacaré. Bueno, el cielo lo hará por mí. Pero tú has de avisarnos de cuándo sucederá, como solo tú sabes. En ese instante, uno de nosotros saldrá y llamará su atención. Tiene que conseguir que lo sigan, alejándose del resto. Así, en caso de que el ataque desde el cielo falle, tendremos tiempo suficiente como para llegar hasta el poblado. Mis conversaciones con el cielo no suelen valer para estas cuestiones: sus efectos no tienen tanta precisión como me gustaría.
—¿Y quién va a ser ese cebo? —pregunta la candidez de Xavi.
Todos, sin pensar, lo miramos a él. En el poco tiempo que llevamos con ellos, estas criaturas han comprendido lo que yo sé hace tiempo. Su inteligencia es más o menos igual a la de un champiñón. A sus ojos, eso lo hace menos valioso. Y no solo eso. No es uno de ellos. No es la emperatriz. No es su líder. Tampoco es su hija. Y no es el lector del cielo.
Aún no se ha caído del guindo y el semblante de Xavi muda del desconcierto al pánico. Solo cuando la Emperatriz se acerca y se abraza a su cintura, la calma retorna a él. ¡Se la ve tan chiquita a su lado! Pero el aura que tiene esta niña le confiere una placidez y una seguridad tales que un solo gesto suyo basta para convertir al temeroso Xavi en su primo el aguerrido.
Cuando Xavi asiente, ella sonríe, le acaricia la mejilla herida con el dorso de su mano y se aparta. Mientras Lairgnasata se prepara para hacer su magia, nace en mí un compañerismo que nunca he sentido por nadie.
—¿Estás seguro de hacer esto? Podemos intentarlo de otro modo.
—Ella cree que es lo mejor. Y yo creo en ella.
—Xavi, piensa un poco. No tenemos por qué hacer lo que nos digan.
—¿Tienes una idea mejor?
La verdad es que no, como reconoce mi silencio verecundo.
—Lo suponía. Haré lo que ella dice. Y tú también —Me señala con el índice—. Haz las cosas esas que haces cuando… ¡bueno, ya sabes!
El cielo comienza a cambiar.
Tras el enfrentamiento en la cima del mirador, el sol regresa. Pero el sol no es bueno para luchar, así que la Emperatriz vuelve a convocar a las nubes. Giselata y su padre la observan con devoción, ávidos de novedades. Lairgnasata murmura, inaudible para todos. Sus ojos están cerrados y concentrados, pero sus párpados se aprietan cada pocos segundos: denotan un esfuerzo inacostumbrado para ella.
—Mi hermano sigue ahí. Noto que los cielos no me escuchan como siempre. Es como si hubiera alguien malmetiendo en la conversación. No va a ser fácil.
—Nunca lo es.
Miro al cielo, por entre las copas de los árboles. No conozco este tipo de nubes. Son nubes de tormenta, no hay duda. Pero se comportan de un modo extraño. Son extrañas. Están rotas, a jirones ¡verticales! Nunca había visto ni oído hablar de nada como esto. Rompe mi asombro la alarma del barómetro de mi Garmin Fēnix, que vuelve a pitar.
—Falta poco —anuncio.
El cielo, oscurecido por el caminar del día, cercano ya el ocaso, se ilumina a rachas. La gestación de la tormenta es anunciada con salpicaduras de fuegos artificiales, velados por la distancia. La lluvia regresa, en forma de una fina llovizna, esa que tiñe de verde los prados cántabros. Nos acercamos al límite de la arboleda. Vemos cómo los pájaros se agitan, nerviosos. Incluso en este lugar las bestias se asustan ante una tormenta. Se ponen de pie. Sus ojos enfocan alternativamente hacia un cielo que solo inspira temor y hacia el bosquecillo que es el único obstáculo para saciar su voracidad. Rascan el suelo con las garras, intentando descargar su miedo al cielo con un daño infligido a la tierra.
Xavi está preparado para cumplir con su cometido. Toma mi mano vendada —el ajetreo ha hecho que no recuerde el dolor de la flecha hasta ahora— y me la sacude, como si nos acabáramos de conocer. Empero, su último gesto antes de enfrentarse a los monstruos es, no puede ser de otro modo, para la Emperatriz. Se ciñe a ella con los brazos y es entonces cuando puedo ver que tiembla como las hojas de un sauce bajo la acción de una brisa de verano. El efecto a mis ojos, a los ojos de cualquier habitante de nuestro mundo, es el de un padre que abrazara a su hija. Hasta que sucede lo inesperado. La besa. Es un beso pleno de ardor, intenso y, al tiempo casto, respetuoso. El guaperas de Wisconsin TV, ese con treinta mil seguidoras en Twitter, la mayoría adolescentes atontadas que no ven más allá de su piel morena, sus abdominales y sus rizos, no ha dado un beso así de tierno desde que le echaron su primer polvo.
Ella no se aparta. Le devuelve el beso. Hasta que decide terminarlo.
Se aleja, caminando hacia atrás, sin apartar de él sus ojos de obsidiana.
Xavi sonríe. No hay rastro de miedo en su mirada.
Se encara con el peligro, bajo el último árbol. Me mira. Yo observo el cielo y el barómetro de mi reloj. Cuando así lo creo, asiento. Xavi abandona el escudo vegetal. Siente el orvallo en su rostro. Para él, es como una caricia. Cuando se ha apartado unos veinticinco metros del bosque, echa a correr y grita:
—¡Eh, bichos, pajarracos! ¡Aquí!
El cielo es una batalla. Los truenos y relámpagos se prodigan por todos lados, amenazantes. Pero la vista de la presa es un reclamo superior. Ambas aves se lanzan en pos de mi único paisano en este lugar. Las alas de murciélago gigante son buenas para planear, pero no para alzar el vuelo. Esa lentitud inicial permite al cielo amigo de nuestra emperatriz iniciar su ataque. El segundo rayo acierta de lleno sobre uno de los engendros. Cae, su pecho taladrado por un agujero negro y ardiente. El tercero atina con una de las alas del gorrimonstruo. Falto de ella, que cuelga de su flanco derecho desgarrada como un aspa rota de molino, cae describiendo una espiral. Aletea con el ala sana en inútil intento de volver a elevarse. No ha llegado al suelo cuando un nuevo latigazo eléctrico hace diana en él. Es increíble cómo el poder de una tormenta puede volatilizar a una criatura tan grande.
Xavi regresa, jadeando. Tras una mirada de complicidad con su amada, agarra mis brazos y me sacude. Está poseído por un delirio como no había visto nunca en él. Su respiración y sus pupilas son las de alguien que se hubiera empachado de tripis o ganado un mundial de fútbol.
—¡Salió bien! ¿Viste, Manu? ¡Salió bien!
—Sí, lo he visto, Xavi. Bien hecho.
—Hemos de irnos. Ya —ordena, más que dice, Giselata.
Tras una breve carrera bajo la lluvia, desterrada la tormenta por Lairgnasata —ya no necesitamos rayos—, llegamos a las primeras cabañas del poblado. Luhuata no pierde tiempo. Intenta ordenar el caos que hemos formado con nuestra llegada. La Emperatriz está agotada. Sus vestiduras, albas cuando llegamos el día anterior, están ahora manchadas, desgarradas y mojadas por la lluvia. Se adhiere a su piel, permitiendo vislumbrar las formas nacientes en esa niña que hace demasiado tiempo dejó de serlo.
El Grande entre los grandes vuelve a ser el líder y acaudilla a los boqmu que salen a recibirnos. El xattub del poblado, Cosmaugata, no tiene tiempo de llorar a sus hombres muertos. Ordena disponer dos carros de ropianas para trasladarnos a donde digamos. Todos estamos de acuerdo en que en este promontorio aislado seríamos presa fácil para un ataque más organizado. Me resulta curioso ver cómo estos seres aparentemente pacíficos, dedicados a la agricultura, se transforman en momentos de necesidad en un ejército laborioso con solo una orden de su líder. Nada remotamente similar a esto sería posible en nuestro mundo, donde la palabra libertad tiene tan grandes sus alas que alberga a todo y a todos bajo ellas. Impediría esta resolución, este acatamiento de una voluntad superior por un fin necesario. Nunca reconoceríamos esa voluntad superior. Jamás nos fiaríamos de que una voluntad indiscutible ejercida solo por honorables motivos. 1984. Cosmaugata da también precisas indicaciones para que el resto de sus vecinos se armen, en previsión de una represalia de los boqmurek, que temen pero aguardan, resignados. Circulan entre sus manos azadas, layas, horcas, picos, trinchantes, hachas más hechas para madera que para hechos y fechas como estos, las extrañas hondas que vimos el primer día en estos seres, algún que otro cuchillo…
Volamos ya hacia no sé dónde cuando hago una reflexión, mirando atrás.
—Eso no son armas: son herramientas —digo, apesadumbrado.
—Esa gente no son guerreros: son campesinos —responde Giselata, aunque sus palabras no van dedicadas a mí, sino a su padre—. Nuestro ejército no está aquí. Hemos de reunirlo y cortar de raíz esta rebelión.
Luhuata asiente.
La hija de Luhuata no representa la juventud que posee. ¿A qué edad se considerará entre los boqmu que alguien ya es mayor? ¿Cuándo abandonamos la niñez? Nunca tuve ni escuché una respuesta a esa pregunta que no fuera una estupidez o una presunción.