9.- TUMULTO
El lugar escogido para parlamentar es uno de los escasos lugares en que los boqmu viven sobre la tierra en vez de bajo ella. En el viaje hacia este lugar, Giselata, que sigue manifestando una inexplicable atracción hacia mí, me explica que viven en las profundidades para huir de los rayos de su sol. Son muy dañinos para su piel. Sobremanera si su exposición se prolonga por varios días sin la aplicación de una pomada que extraen de la savia de una de sus plantas amaestradas. La llaman pexau. Todos los días, antes de irse a dormir, se embadurnan con ese potingue. A Xavi y a mí nos lo dan también. Él se lo restriega con fruición. Me da repelús. Es como si estuviera autocomplaciéndose. Yo, como de momento no noto nada, lo guardo por si acaso, pero no me lo unto.
Volamos sobre una enorme pradera verde, hollada por líneas de árboles en perfecta cuadrícula. En su centro, los dos únicos accidentes del terreno: un suave altozano poblado de viviendas y, a su vera, un otero más alto y engreído. Su cima en roca gris destaca poderosamente sobre el tono térreo de la falda y las laderas de su hermano menor. Un arroyo atraviesa en diagonal este tablero de ajedrez. Debe ser ese río que llaman Hiuve. Corre plácido y silente, sin una mota de espuma en su curso, como si fuese un canal y no un cauce natural por donde discurre. De él manan decenas de acequias que sacian la sed de los sembrados. Es extraño: pese a que parece que estamos en primavera o verano —no podría asegurarlo—, los árboles están pelados. Lo comento en alto conmigo mismo. La Emperatriz, cual guía turística atenta a su público, satisface mis dudas.
—En esta fase del cultivo todas las horas de sol han de aprovecharse. Por eso convinimos con las plantas, esos uñupi que ves, que se despojaran de sus hojas. Cuando el sol sea más dañino, volverán a vestirlas y colaborarán para aportar sombra allí donde más convenga al trigo. Si se ponen tontos y no nos hacen caso, intervengo yo —comenta, sonriendo tal que si estuviera haciendo una gracieta.
Como si quisiera corroborar sus palabras, la red de árboles se inclina al paso de nuestros carros tirados por ropianas. Reconocen la eminencia del séquito. Volamos en manos del viento creado por Lairgnasata para la ocasión. Sobrevolando este lugar logro hacerme una idea del increíble grado de colaboración que han llegado a tener los boqmu y sus plantas, el trigo y los árboles, en pro de la prevalencia de todos. Es una simbiosis perfecta, tan alejada de lo que sucede en mi lugar de origen entre el hombre y la naturaleza como yo lo estoy de allí ahora mismo.
El aterrizaje es más brusco esta vez. Nos bajamos en la colina, elevada por sobre el campo de trigo, donde los boqmu que lo cultivan tienen sus casas. Son casas de adobe: frescas en verano y cálidas en invierno. Sus paredes tienen intercalaciones de una extraña piedra amarilla, como pilares insertos en el barro seco. Creo que ayudan a dibujar las puertas y ventanas. El tejado lo forman ramas de los mismos árboles que vimos abajo. Los boqmu que nos reciben parecen extasiados con la presencia del grande y la emperatriz. A ellos les dedican continuas reverencias. A nosotros, miradas de hostilidad.
El mandatario local, el xattub, es un boqmu como todos los demás. No sé cómo logran distinguirse entre ellos. Salvo los cuatro que conozco, a mí me parecen todos iguales. Creo que es algo como lo que nos pasa a los humanos con algunas razas que, si no los conocemos, decimos que no hay ninguno distinto de otro. Cuando la ignorancia habla, la razón se oculta por vergüenza. El único rasgo distintivo de este boqmu es que es tuerto. Se presenta como Cosmaugata. Nos dan de comer. De seguro que esto es para ellos un banquete: verduras o frutas, no sabría decirlo, que nunca he visto, cocinadas tan al fuego que saben a brasa; una carne que deja en el paladar un regustillo a conejo, pero no parece conejo, nadando en una salsa espesa y dulzona; algo que es un intermedio entre yogur y queso fresco, en cuencos de barro cocido de color negro; todo ello flanqueado por el pan más sabroso que he probado en mi vida y regado con agua fresca, excepto para la emperatriz, que vuelve a beber de un líquido aparte, para ella sola.
En ese instante, Xavi hace la que probablemente es la pregunta más inteligente que le he oído en toda su vida.
—Hay algo que me extraña mucho de vosotros. ¿Todos vuestros nombres terminan en -ata?
De todas las extravagancias que hemos contado de nuestro mundo y los boqmu nos han trasladado del suyo, esta parece ser a su mente infantil la más más sorprendente de todas. O eso deduzco de las caras de asombro que muestran. Responde el gran Luhuata.
—¡Claro! ¿Cómo, si no, íbamos a saber que estamos hablando de un boqmu?
Una respuesta así nos desarma. No somos capaces de alegar nada a tan alocada y al tiempo lógica razón.
Ellos, en cambio, ríen con ganas. Es como si acabaran de decir algo tan obvio que hasta el más tonto de ellos lo sabría sin necesidad de que nadie lo explicase.
Está bien un poco de relax antes del enfrentamiento.
Tras el almuerzo, el xattub ordena que nos dejen solos. Se despide, con una reverencia ante su Grande entre los grandes.
—Cualquier cosa que necesitéis, hacédmelo saber. Estaré con mi familia en la palloza de al lado.
Y se marcha, mirando al suelo, caminando hacia atrás.
Quedamos únicamente los que ya casi son mi familia en este lugar: Xavi, el grande Luhuata, su hija Giselata, que parece haber ganado galones en estos días, el estricto Tarasiata y yo.
Y la emperatriz.
Lairgnasata es un aparte en todo. No come lo que nosotros. No bebe lo que nosotros. De tanto en tanto se aparta de todos sin decir palabra. Vuelve al cabo de un rato, aparentemente fatigada, pero feliz. Supongo, no me atrevo a preguntar, que es en esos instantes cuando habla con los cielos.
El Grande y Tarasiata se apartan. Murmuran entre ellos. Diría que están planificando el futuro de su pueblo, por la gravedad que muestran sus semblantes. De tanto en tanto, miradas furtivas hacia nosotros animan mi desconfianza.
Los demás nos sentamos en el suelo, en corro, como niños ante una hoguera. Giselata sigue fascinada por mi persona. Mi asaetea a preguntas sobre mí, mi trabajo y la manera que tengo de mostrarlo al resto del mundo. Yo, que me siento protagonista como nunca en mi vida, me explayo con cada explicación sobre la meteorología.
—No es tan complicado: cuando cierto volumen de aire cálido y húmedo se topa con una cadena montañosa, tiende a salvar ese obstáculo. Al subir, el vapor de agua se enfría y se produce lo que llamamos condensación o sublimación inversa. Entonces, en el lado en que impacta el viento se produce la lluvia, mientras que en el otro lado no. Se crea un fuerte contraste climático entre los flancos de los montes que lo han causado todo: mucha humedad y lluvias en las de barlovento y tiempo despejado y temperaturas en ascenso en sotavento, por la compresión adiabática.
—¿Compre… qué? —pregunta Giselata.
—Compresión adiabática. Se produce cuando el aire seco y cálido desciende rápidamente por la ladera. Se calienta al aumentar la presión, por ese descenso, y acaba teniendo muy poca humedad. El efecto que contaba es el proceso que sucede en la cara de sotavento de los montes: un viento muy cálido, que hace que las probabilidades de lluvia sean mínimas… pero solo en ese lado. Las nubes debidas a las montañas, llamadas también orográficas —lo reconozco: estoy regodeándome—, pueden descender por sotavento, calentarse y desaparecer a la altura del punto de rocío. Entonces, se producen nubes con diferencias de temperatura muy marcadas en muy poca variación de altura.
Callo por un instante. Incluso cuando doy rienda suelta a mi pasión necesito tomar aire. Termino, con el chascarrillo de todo discursista que quiere caer bien a su auditorio.
—Los meteorólogos lo llamamos efecto Foehn, por favonius, que era como los romanos llamaban a un viento muy cálido de poniente. Los alemanes dicen que proviene de Föhn, que significa secador.
—¿Quiénes son los romanos? ¿Y los alemanes?
—Buffff… Responder a eso requiere mucho más tiempo. Abreviaré con que los romanos fueron los más influyentes en nuestro mundo hace miles de años y los alemanes son de los más influyentes ahora…
No puedo evitar reírme ante mi chiste, tan inesperado para mí como incomprensible para el resto, Xavi incluido.
La tarde discurre lenta. Cada hora nos acerca al momento del encuentro con el temible Rimidalvata. Hemos venido el día anterior, para evitar sorpresas. Nos lo han pintado como la peor persona posible: se ha aprovechado de los boqmu en otras regiones; ha contaminado la mente del hermano de la emperatriz para que sirva a sus propósitos; ha asesinado a tantos de entre su gente que sus víctimas se cuentan por miles; su ansia de dominación conduce a los boqmu al miedo y a los boqmurek a la guerra. Si cuando lo veamos resulta que es bajito y decora su rostro con un flequillo lamido por una vaca y un ridículo bigotillo, tendré muy claro que nuestro universo y el suyo están más conectados de lo que parece.
La luz comienza a remitir. Por las minúsculas ventanas, hechas con marcos de tosca madera que menudean en las paredes como granos en la cara de un adolescente, sin orden ni gracia, la claridad ya no entra: se escapa. El gran Luhuata regresa a nuestro lado. Una sola palabra le basta para hacernos partícipes a todos de la gravedad del momento.
—Ya.
—¿Cómo que ya? ¿La cita no era al amanecer?
—Es más seguro que vayamos antes, para reconocer el terreno.
Nos alzamos todos del suelo. En ese momento descubro cuánto echo de menos una buena silla: el piso irregular ha taladrado mi culo.
Una mano impide que me incorpore del todo. Giselata.
Ella continúa sentada. Sabe que no está llamada a la entrevista que nos aguarda, porque no ha hecho ni el ademán de levantarse. Pero agarra mi brazo como si temiera perderme.
—No vayas.
—¿No tengo que ir? —pregunto al Grande. No lo había pensado. Asumí, ingenuamente, que si nos habían llevado hasta allí era porque querían que fuésemos con ellos.
—Al contrario: venid. Los dos pero, especialmente, tú. Vuestra presencia nos hará parecer más fuertes. Y eso, hasta conocer sus intenciones, es lo principal. No digas nada si hablo de vuestras capacidades, pues intentaré atemorizar a nuestro enemigo y usaré cualquier artimaña con ese fin, aunque exagere tus poderes.
—¿Mis poderes?
—Eres el lector del cielo, igual que Lairgnasata es nuestra Emperatriz de los Cielos.
—¿Y por qué soy tan poderoso, según vosotros?
—Aunque dije tus poderes, no quería decir que seas poderoso: eres valioso. Ellos tienen su homólogo de nuestra emperatriz, o eso creemos, mas no tienen a nadie como tú. Eres, además de nuestro ejército, lo más valioso que tenemos.
Lo más valioso.
Han tenido que pasar casi cuarenta y cuatro años de mi vida y un viaje entre realidades para que alguien me considere un hombre objeto.
Me vuelvo hacia Giselata.
—¿Y tú? ¿Por qué no quieres que vaya?
Aún mantiene mi mano entre las suyas. En esos instantes aprecio mejor su talla, tan menuda. Es como si un niño sostuviera mi mano. ¡Tan leve y, al tiempo, tan fuerte! Sus ojos son el ocho derrumbado del infinito, ahogados en tristeza. Duda. Diría que no quiere responder. Pero es una boqmu demasiado responsable como para rehuir cualquier tarea, aunque sea una autoimpuesta.
—No podemos perderte. Tienes que ayudarnos con tu… ciencia, como la llamas —Silencio—. No quiero perderte.
Es entonces cuando comienzo a mirar a Giselata de otro modo. ¿Será posible que esta criatura sienta algo por mí? No es tristeza lo que rebosa su mirada. Es miedo. Miedo de perder a alguien. Miedo de la ausencia del ser querido.
Desconcertado y, seguramente, más brusco de lo que debería, libero mi mano de su presa. La sacudo, cruel e insensible. Hace tanto… No sé cómo reaccionar ante… esto. Pero no tengo tiempo para explicarme, claro, y lo último que esta joven pensará es que está ante un discapacitado emocional.
Pero eso no es lo importante, al menos, no ahora.
Salimos todos de la cabaña, menos Giselata, que queda sentada en el suelo, rodeada de un vaho de dolor tan visible que casi puede tocarse.
El xattub, Cosmaugata, aguarda fuera, con una pequeña escolta. Son seis boqmu. Nos los presenta.
—Ellos serán quienes os guíen y protejan. El resto del poblado aguardaremos aquí —anuncia.
Van armados con las mismas lanzas que la guardia del grande en la ciudad bajo la montaña de Gua y los cuchillos que vimos en nuestro primer encuentro. Llevan en bandolera pequeñas bolsas. ¿La cena? Se adivina en ellos demasiada improvisación como para ser militares. Son nada más que agricultores que se han pertrechado para protegernos. Tensos como cuerda de arco, caminan mirando a todos lados, con la inseguridad de quien no sabe qué terreno pisa, minorada únicamente por la fe.
El grupo de casas queda atrás. Hemos de pasar por una pequeña arboleda, siguiendo a ciegas a nuestros guías. No sé qué árboles son, tienen las hojas negras y rojas, el tronco fino y recto y huelen a romero. Se abren a nuestro paso. Nuestra guardia nos encamina, en fila de a uno, hacia el borde del cerro. Un par de estacas enormes franquean el paso a un puente de madera y cuerdas que salva el vacío entre donde estamos y la pequeña montaña a nuestro lado. ¿Cómo describirlo? ¿Esos puentes de las películas, que inspiran menos confianza que valor tiene el prota que los cruza? Pues eso. Las sogas que hacen de pasamanos están desflecadas, roídas por el tiempo, con tantos remiendos como el hatillo de un vagabundo. Faltan muchos tablones en el piso y los que hay no se ven seguros. Algo que no parece preocupar a estos seres de grandes pies.
Tarasiata, a la entrada, nos va diciendo cuándo pasar. Este control de accesos no aporta mucha seguridad en la estructura, pero es lo que hay.
Tras la pasarela, ante nosotros, unos escalones esculpidos en la roca que rodean el monte nos dirigen hacia su cima. Son incómodos de seguir. Una inhabitual relación entre huella y contrahuella hace que cueste subirlos de uno en uno, y más aún de dos en dos. Debe ser por esos pies tan raros que poseen los boqmu.
Iniciamos el ascenso.
Es esa hora mágica en la que el aloque del cielo transforma todo en un paisaje tintado del mismo color. Nosotros, empero, no somos capaces de mirar al sol. Observo a mis acompañantes y pienso, por vez primera, en huir. El temor de los guardias se ha contagiado a los rostros de todos. Excepto al de la Emperatriz. Ella pisa los escalones con la determinación con que lo hace la vedette estrella del Moulin Rouge. Sonríe. Su confianza supera con creces la nuestra. Dirige su mirada al frente, sin rehuir al sol. Sus ojos negros como el fondo de un pozo sin fondo no son dañados por sus rayos. O ha ordenado que a ella no la dañe y el astro, rey de todos menos de ella, sumiso, obedece. Quién sabe.
Tras una hora, más o menos, de escalada, alcanzamos la cima. Es algo parecido a una explanada, pero tan irregular y rugosa que evoca en mi mente el rostro de un centenario que, además, estuviera plagado de costras. Un saliente asoma al vacío, en el lado opuesto a donde termina la escala. Aquí no creo que pueda tomar tierra un carro tirado por ropianas.
Tarasiata, desconfiado como corresponde al cargo, envía a su ejército de seis a reconocer el lugar. Casi no hay vegetación, solo algunos matorrales secos, dispersos aquí y allá, pero se adivinan múltiples sitios donde un enemigo podría ocultarse y luego atacar.
No tardan mucho en regresar. El lugar es pequeño.
—No hay nadie, oh, Grande.
—Bien. Aguardemos aquí. Junto a ese mogote podremos instalarnos y pasar la noche.
El sol cierra ya sus ojos.
Al poco, el calor de una hoguera ilumina la precaria espera. Nos arracimamos en torno a ella. Es increíble la seguridad que aporta la luz a los seres humanos, y parece que también a los boqmu, cuando todo en derredor es oscuridad. Los escoltas extraen de sus talegas una manta para cada uno de nosotros —para ellos no— y algo de comida. Será una cena parca: frutos secos de color amarillo y negro, increíblemente dulces, y unos quesos menudos, del tamaño de ciruelas, que me hacen recordar la razón de que sea un enamorado de ese alimento… allá en nuestro mundo.
La chamarasca con que han hecho la hoguera debe ser de alguna madera extraña, pues no parece consumirse. Desde el inicio la intensidad de las llamas no cambia.
Nos preparamos para dormir. Mañana será un día importante. Sin embargo, yo soy incapaz de pegar ojo. Recostado como puedo (si me tumbo, las espinillas del suelo me taladran la espalda), miro al cielo nocturno.
Está despejado. Las estrellas titilan en multitud de colores. Pese a la cantidad de puntos de luz, no reconozco ninguna constelación. No aparece ni la mancha de la Vía Láctea, tan visible en noches como esta.
Siento tras de mí una respiración menos acompasada que el resto.
Lairgnasata.
—¿No es lo más bonito que has visto en tu vida?
—Sí. —No necesito pensar para responder.
Se acerca y reposa su cuerpecillo a mi lado.
—¿Has hecho tú esto?
Ella sabe de qué hablo. No responde. No hace falta.
El firmamento está totalmente libre de nubes. Los vientos que nos trajeron han desaparecido. Sonríe. Sus ojos rebosan toda la sabiduría de su mundo, del mío y de todos los mundos.
Ante mí, la noche se muestra eterna y efímera al tiempo. Sé que terminará en un rato, pero la percibo infinita, inabarcable. Es la maravilla de la movilidad planetaria: nunca deja de ser de noche en algún sitio. Puede que esa máxima terráquea se mantenga aquí. Cuando tu objeto de trabajo y tu mayor debilidad son la bóveda celeste y lo que nos depara, ¿cuál es el comportamiento, el sentimiento, adecuado? Hay quienes se ven minúsculos ante tamaña exhibición de grandeza, como a otros les sucede con la mar. Yo no. Hay quienes transforman el prodigio ante sus ojos en recuerdos pasados o deseos futuros. Yo no. No puedo sentir sino vergüenza. Íntima e inconfesable, pero vergüenza. Por no llegar a ofrecer el tributo que estos intangibles merecen. La admiración no basta. En noches como esta, o bajo el azote de tormentas como las que me trajeron hasta aquí, soy feliz. Avergonzado, pero feliz. Casi feliz, si soy preciso.
La Emperatriz se levanta. Al retornar a su sitio, desliza, indolente, su mano por mi hombro.
El roce me hace pensar que me entiende.
El amanecer llega de repente. Mucho más rápido que el ocaso. La luz naranja en el cielo no dura apenas nada. Quizá sea que la impaciencia nos domina. Cada uno nos desperezamos a nuestro modo, pero tenemos un gesto compartido: miramos a todos lados, aguardando un peligro que, de momento, no vemos.
Incautos.
Un vendaval nos desorienta, nos desequilibra. Sopla desde todos lados, helado como el cierzo más severo. Es imposible. Xavi da un traspié y acaba en el suelo. Dirijo mi mirada hacia la emperatriz y veo sus susurros. Tiene los ojos cerrados. Cuando los abre, no son negros. Son ira.
Sorprendidos por el viento, no nos hemos percatado de la llegada de unas criaturas que, ¿cómo no?, resultan desconocidas a mis ojos. Coge las alas de un pterodáctilo, el pico y las garras de un águila, los ojos de una lechuza y el corpachón cachigordo de un gorrión de talla descomunal, mételo todo en una túrmix para que se abigarre, y saldrá algo parecido a lo que nos atacó. Como si supieran quiénes somos, las aves —sigo creyendo que son aves, aunque no podría jurarlo—, se lanzan sobre nuestra escolta. Apresan a cuatro con las garras y los lanzan al vacío. Los pobres surcan el aire hacia el fondo acompañados solo de sus alaridos. Los otros dos no tienen tiempo de gritar: perecen atravesados por las garras de acero de aquellos seres, regando con sus tripas el suelo donde dormitaban instantes antes.
Aquellos a quienes esperamos no han llegado.
En su lugar, la muerte acaba de aterrizar.