5.- FENÓMENOS
Únicamente nosotros dos gritamos. Los cuatro homúnculos miran al frente, con tensión, pero sin miedo. Son sabedores de nuestra muerte y no parece importarles. Es como si estuvieran descendiendo en una montaña rusa: confían en que, a no mucho tardar, remontaremos.
Ilusos… O no.
Tras unos eternos segundos de despeño, los extraños caballo-ponis despliegan algo parecido a unas alas de bajo su espeso pelaje. La carreta, que creía que era el vehículo de un granjero cualquiera para llevar estiércol y azadas, también. El descenso hacia la muerte se ha convertido en un vuelo hacia ninguna parte. O, al menos, hacia ninguna parte conocida.
Planeamos. No hay propulsión. Con una notable destreza por parte de nuestro carretero-piloto, nos deslizamos en brazos del viento. No sé si esto puede llamarse volar. No llegaremos muy lejos. Necesitamos alguna corriente de aire que puje con nuestro peso. Solo así evitaremos estrellarnos contra el fondo del valle.
Entonces, sin aviso, sin los indicadores que un meteorólogo como yo debería haber visto, un viento, al menos de fuerza nueve, impacta con nosotros por la derecha, hace virar el carro —no sé si seguir llamándolo así— y cambia nuestro rumbo. El guía sabe lo que hace. La aparición del viento coincide con un tirón de sus riendas que contiene a los animales. Enseguida equilibra la nave. Nuestros compañeros de viaje se relajan. Uno diría, viendo sus gestos, que aguardaban la llegada del viento. No parecen preocupados por estar volando en un carro. No vemos nada más allá de nuestras narices, porque la niebla aún es tan espesa que podría cortarse con un cuchillo o recogerse con un cedazo asomado por la borda. Esto hace más incomprensible para mí la tranquilidad de estos seres.
Xavi, superado el terror, mira hacia atrás. En su cara, el gesto del viajero en un ferry turístico cuando desde la cubierta ve un bonito paisaje. Yo no sé qué siento, pero estoy cualquier cosa menos tranquilo. No entiendo nada. Y no me gusta lo que no entiendo.
La niebla no es constante. Jirones nubosos impactan contra nosotros a medida que avanzamos. De repente, el cielo cambia. Una línea de turbonada aparece sin previo aviso, a nuestra derecha. Los vientos, mantenidos, han creado esta tormenta con una barrera de cumulonimbos alineados. No augura nada bueno, pero nuestros guías no parecen preocupados. Miran al frente, impasibles, confiados en el aire racheado que nos conduce a nuestro destino. Xavi vuelve a ser un saco de pánico. Yo, por una vez aunado con él, me asusto de veras. Tanto, que oso interpelar a nuestros captores.
—Deberíamos tener cuidado. Por este lado, en nada, la tormenta descargará una buena cantidad de rayos. Lo prudente sería ir hacia el otro lado, a la izquierda. A babor, si preferís.
—No sabes de lo que hablas. No habrá tormenta —responde la fémina.
—¿Cómo lo sabes?
Mira hacia mí con altanería y misterio. Sus compañeros sonríen y me observan, condescendientes, como haría un soberbio ante un niño que no sabe lo que dice.
—Lo sé.
Dubitativo entre su seguridad y mi ciencia, vuelvo mis ojos a la tormenta naciente. Está camuflada tras los retazos de niebla, pero no hay lugar a la incertidumbre en mi previsión: está ahí. Estoy seguro.
—Pues te equivocas —digo, obstinado, a la criatura hembra.
Hay ocasiones, muy pocas, en que me duele tener razón. Esta es una de ellas. No ha pasado ni un minuto desde que puse sobre la mesa mis temores, cuando las nubes se concentran a nuestro lado. De sopetón, un rayo envuelto en un aguacero brota del infierno y nos ataca. Solo la pericia de nuestro guía consigue que no impacte contra nosotros. Me doy cuenta entonces de que los laterales de nuestro vehículo están recubiertos de una especie de látex sin tratar: aislante. Estos seres son raros, pero no tontos ni desconocedores de la naturaleza eléctrica de los rayos. El trueno subsiguiente, casi inmediato, tan cerca estamos, hace que todos, menos la hembra y yo, amaguen con ocultar su cabeza entre los hombros.
—¡Kolmanata, rápido, haz caso al extraño! ¡Sal del camino y vira a la izquierda! —grita.
Obedece al instante.
Otro rayo aparece tras de nosotros, pero este ya busca su destino más alejado.
Poco después, la tormenta es solo un recuerdo. La niebla regresa y nos envuelve. Las criaturas me dedican miradas furtivas, cargadas de suspicacia y asombro. Xavi está agarrado a tantas sogas dispersas por el carromato, tan fuerte, que sus brazos parecen los mástiles de un barco del que penden las jarcias, tensas como la piel de un tambor.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que llegamos a donde sea que quieren llevarnos. Un gesto del jefe y el carretero tira de las riendas. Los bichos alados recogen sus patas delanteras y extienden las traseras. Inmediatamente iniciamos un nuevo descenso, más pronunciado de lo que a mi corazón proclive al infarto le gustaría. La niebla se disipa en un instante y, en su lugar, aparece una explanada de tierra apisonada, flanqueada por altos árboles.
Nuestra pista de aterrizaje.
El contacto con el suelo es sorprendentemente suave. Nada de choques bruscos. Así, no me extraña que con estas ruedecillas la carreta pueda soportar viajes de este estilo. Escuchamos algo parecido a una corneta. Nuestro conductor baja de un salto y, sin detenernos, toma de las riendas a los animales. Les susurra palabras que no escuchamos.
—¡El gran Luhuata os aguarda!
De la nada han aparecido una docena de guardas, a pie. Van armados con hojas similares a las de nuestros amigos. En sus cejas enarcadas y sus labios fruncidos puedo leer descontento, duda y preocupación. Pero no miedo. No saben qué somos, pero no nos temen. El que habló es aún más bajito que el resto: no creo que llegue al metro diez. Sus arrugas anuncian una edad provecta, sin duda mayor que la de nuestros cuatro asaltantes. La falta de grasa debe ser algo consustancial a estas criaturas pues ni un viejo como este porta consigo nada que no sean piel, hueso y músculo.
—Vamos, ya habéis oído —nos dice el jefe de los que nos encontraron.
Ni pregunto.
Nos hemos convertido en corderillos, y como tales obedecemos. Más allá de la amenaza de las armas, su presencia es tan imponente que no podemos pensar otra cosa. Nuestro mayor tamaño no significa nada. Desconocemos este lugar, sus condiciones, sus seres, sus costumbres y sus leyes, físicas y sociales. Solo alguien que fuese a la vez imbécil y arrojado intentaría oponerse a las órdenes que recibimos. Y Xavi no es nada valiente.
Pasado el viaje turístico y el susto imprevisto, mi compañero vuelve a estar asustado, aunque logra controlarse. Baja del carro y me coge la chaqueta. Apenas la roza. Creo que ese leve contacto consigue aquietarlo. Lo desconocido hace crecer en él la intranquilidad y esta le conduce a la puerta del pánico. Pero diría que verme a mí, alguien familiar, a quien nunca apreció, junto a él, evita que caiga en el terror de nuevo. Al menos, no grita.
Echamos a andar, siguiendo al que habló de los recién llegados, flanqueados por el resto.
La hilera de árboles, palmeras, conduce a un claro y, tras él, solo selva. Espesa, impenetrable, oscura y húmeda selva. Este sitio golpea mi memoria como una de esas tierras vírgenes de supuesta civilización, muy similar a las que cualquiera de nosotros puede imaginar que habría en la Micronesia en esa época en que la palabra España era sinónimo de la palabra imperio. Entonces, España no sabía que existía la Micronesia ni esa Micronesia sabía que existía España. Entonces, la ignorancia era la mayor de las bendiciones y la peor de las maldiciones.
Nuestro guía no deja de mirar hacia atrás, hacia nosotros. Al cabo de un rato, hace un gesto autoritario y nuestra escolta se disuelve. Solo quedan a nuestro lado el ser hembra, el jefe de la patrulla que nos encontró y el nuevo. Llegamos al borde del claro. Nos detenemos.
—Abridnos paso —exige, más que dice, la hembra.
La vegetación, obediente, se aparta. Ya no hay selva ante nosotros, sino la boca de un pasadizo que se sumerge en la tierra. Retirada la cobertura vegetal, vemos que es amplio, como de cinco o seis metros de ancho y una altura de más de tres. No hemos vistos escaleras en ningún lado. Estas criaturas no las conocen o usan este túnel para que sus vehículos a ruedas se oculten también aquí del exterior. ¿Qué clase de amenaza puede hacer que estos seres vivan bajo tierra, como gusanos? ¿Será acaso por esos otros que nos persiguieron hasta el despeñadero? Intrigado por el túnel y esas dudas, casi ni he prestado atención al hecho de que las plantas han obedecido una orden y se han movido al instante, cual perro amaestrado. Xavi sí. Mira alternativamente al túnel y a los árboles. A los árboles y al túnel. Tras un rato, me mira a mí. Solo entonces me doy cuenta de lo que acabamos de presenciar. No le doy demasiada importancia, la verdad. Es solo uno más de los prodigios de este lugar.
Nuestros acompañantes penetran en el túnel. Uno de ellos nos aguarda a la entrada. Hace un evidente gesto que nos invita a acompañarlos.
—Vamos —digo a Xavi—. Presiento que ahí dentro hallaremos respuesta a muchas preguntas.
Sin aguardar contestación, me adentro en las entrañas de este misterioso mundo. Al pasar junto al que nos ha esperado, el mismo que nos ha guiado hasta aquí, hago una cortés inclinación de cabeza. La educación siempre ayuda.
Xavi me sigue.
El pasadizo es una obra digna de mención. Si supiera más de ingeniería lo describiría mucho mejor. Pero, ignorante de esas cuestiones, solo puedo decir que me parece increíble. Un suelo negro como la pez está flanqueado por piedras amarillentas a los lados hasta la mitad de la altura. De esas rocas parten vigas y pilares de madera agrietada y alfarjías del tamaño de los postes de una portería de fútbol. Esos elementos, trabados no sé cómo, forman una maraña aparentemente liviana pero que, visto el resultado, es sólida como la Muralla China. Es evidente que los maderos y las rocas llevan ahí mucho tiempo. Cada pocos metros, hachones a los lados iluminan nuestro camino. En el techo, minúsculas perforaciones verticales, como hoyos de golf pero hacia arriba, permiten al humo de las antorchas escapar al exterior. Mientras caminamos cruzamos nuestros pasos con más de estos extraños seres. Nos miran con el mismo asombro con que nosotros los miramos a ellos la primera vez. Los hay de talla menor aún. Creo que son sus cachorros. No me atrevo a llamarlos niños.
No sé cuánto bajamos, pero es mucho. El suelo, extrañamente, porque es de tierra apisonada, no resbala. No tiene huellas marcadas. Al cabo de un rato, la pendiente se suaviza hasta nivelarse. El pasadizo transforma su techo en una bóveda de cañón y comienzan a aparecer a los lados otros túneles. En ellos, vemos más gente. Sin duda, caminamos a lo largo de la calle principal de este lugar.
Llegamos.
Diría que es una especia de sala de recepciones, o salón de actos, o un comedor de gala sin mesa. La decoración no existe, pero en este lugar se respira importancia. A los lados hay bancos, con más de estos seres mirándonos como a la octava maravilla. Está claro que somos la sensación. Unos cuantos más, armados con picas y curiosas espadas, nos observan, precavidos y hostiles. Los dos que ya conocemos nos aguardan a los lados. Sus rubíes muestran respeto y también algo de miedo. Frente a nosotros, el primer gordo, con la honorable excepción de mi persona, que veo desde que la tormenta nos trajo a este lugar. Está sentado en un trono fabricado con juncos secos. Tiene la chata nariz de todos estos seres, torcida a un lado, aparentemente rota. Quizá sea por su gordura comparada con los esbeltos de sus congéneres, pero a mis ojos parece el más viejo de todos estos seres que hemos visto hasta ahora, más que el anciano anterior. Su gesto, su mirada, son al tiempo honorables y estrictos, crueles y sabios, autoritarios y juguetones. Nunca me he enfrentado a nadie cuya expresión sea tan compleja de interpretar. Muestra todo y esconde todo. Decido quedarme, de entre los miles de semblantes que veo en este rostro, con el que desearía que fuese el dominante: el curioso.
—Sentaos —Luego de un instante atravesándonos con su mirada añade, para mi tranquilidad, algo que siempre aporta confianza en cualquier conversación—, por favor.
Dos criaturas, supongo que sirvientes, traen un par de cosas parecidas a taburetes y vuelven a irse. Nos quedan pequeños, pero sirven a su propósito. Xavi y yo nos miramos y asentimos. Allí sentados, como adultos en sillas de guardería, la situación, si no fuera por lo preocupante que es, sería lo más ridículo visto por nadie desde el inicio de los tiempos. Se acercan a nosotros dos de los guardias. Esperan alguna orden o alguna acción nuestra, con las lanzas preparadas. Sus ojos se adhieren a nosotros como sanguijuelas a distancia.
Luego de un interminable análisis, el mandamás grueso se dirige al jefe de nuestro grupillo. Está en pie, a nuestra derecha. El que nos guio desde que bajamos del carro aguarda en silencio a la izquierda. La que creo hembra ha desaparecido.
—Tarasiata, ¿qué me has traído?
—No sé lo que son, oh, Grande entre los grandes. Estaban en el Bosque Lento. Los hallamos mientras patrullábamos la zona.
Hace una breve narración del momento en que cruzamos nuestros caminos y nuestras vidas.
—¿Alguna nueva de los boqmurek? —pregunta el gordo.
—Nada de relevancia, oh, gran Luhuata.
Para estos seres, lo que había pasado en la selva, la persecución, la huida por el acantilado, las flechas… ¿es normal?
—Perdón, ¿puedo decir algo?
Estúpido Xavi.
Los guardias armados inmediatamente alzan sus picas y acercan sus púas hasta nuestro cuello. El del trono responde.
—No os he pedido que habléis, sino que os sentéis. Vuestro turno llegará.
—¡Sí que ha pasado algo relevante, Padre! —grita otra voz.
La criatura hembra ha regresado. Pasa entre nosotros dos y se planta ante el entronizado, con los brazos en jarras.
—¡Giselata! Sabes muy bien que no deberías estar aquí. Ya están tu responsable y el taraq.
—Lo sé, Padre, y me disculpo. Pero es que el jefe Tarasiata no lo ha contado todo.
—¿Es cierto eso, Taras?
—Bueno, podría ser. Ha sucedido algo más, sí, pero no tiene nada que ver con los boqmurek, Grande.
—¿Qué ha pasado, entonces?
—Este ser —Me señala— ha previsto una tormenta, cuando veníamos por el pasillo de vientos —dice la hija del mandamás.
—¿Cómo ha podido suceder eso? El pasillo de vientos siempre nos conduce por zonas seguras.
—No siempre, oh, Grande.
—Tienes razón, pero sucede tan pocas veces que…
—¿Cómo supiste que iba a aparecer una tormenta? ¿Cómo supiste que iba a venir por nuestra derecha? ¿Cómo supiste que vendría acompañada de rayos?
La hembra parece más exaltada que sus compañeros ante las dudas que embargan su entendimiento del mundo, de su mundo. Su interpelación es apasionada. Pues si ella tiene dudas, lo mío no tiene nombre. Voy a responder pero, como siempre, Xavi se me adelanta con alguna estupidez.
—¿Cómo no va a saberlo? Es su trabajo. Es mete…, metero… ¡Es hombre del tiempo!
—¿Qué es un hombre del tiempo?
—¡Calla, Xavi, por lo que más quieras! Ya lo explico yo.
Xavi me hace el gesto del pulgar hacia arriba con ambas manos. Se calla. Al fin. Me aclaro la voz.
—Mi trabajo es dar a conocer las previsiones del tiempo que va a hacer en los próximos días. Estudio el tiempo, trato de conocerlo y comunico al resto mis deducciones.
Los semblantes que muestran mis contertulios son los de un mono que intentara leer un libro de álgebra. Creo que entienden nuestro idioma, pero no todo lo que les decimos. He de tratar que la comunicación sea más fluida.
—¿Qué no habéis entendido de mis palabras?
—En primer lugar, la relación entre el tiempo que mencionas y las consecuencias de lo que sucede en los cielos. Nada tiene que ver el discurrir de los días con la lluvia, las tormentas y los rayos.
—En nuestro idioma, la palabra tiempo se refiere también a eso, aunque sería más específico, y sobre todo, más correcto, hablar de meteorología…
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Creo que dije a mis padres que quería ser meteorólogo cuando tenía unos cinco años. No recuerdo bien las palabras exactas, pero no pudieron ser muy diferentes de:
—Papá, Mamá: ya sé lo que quiero ser cuando sea mayor. Quiero saber del tiempo. Del tiempo del cielo. De la lluvia, el sol, la nieve y esas cosas.
Mi padre me miró con cara de no saber quién era el niño aquel que estaba hablando. Seguido, dijo que nunca había sido muy espabilado, que eso no era un trabajo. Y volvió a su huevo frito. Hombre de costumbres, cenó durante cuarenta años dos huevos fritos con patatas. Mi madre, en cambio, me abrazó.
—¡Qué cosas tienes, cariño!
Pensaba lo mismo que mi padre pero, al menos, era más delicada.
Así que no lo volví a repetir, al menos por unos años.
Nada más declaré de mis intenciones hasta los diecisiete. Fue cuando salió el tema de qué iba a hacer cuando acabase el bachillerato.
—¿Vas a estudiar? Porque si no, ya estás buscándote un trabajo —escupió mi padre junto al Ducados.
Mi madre me miró con aquellos ojos enormes que tenía, tras de las gafas que se los hacían aún más grandes.
—Yo creo que deberías seguir estudiando. Eres muy inteligente. Sería una pena que no lo aprovechases.
Se quedaron callados. Cuando entendí que aguardaban mi decisión, me di cuenta de que no tenía nada pensado para esa situación. No tuve más remedio que repetir lo que había dicho más de diez años antes.
—Quiero estudiar el tiempo. Quiero saber más de cómo llueve, o de por qué hace sol, o de cuál será el tiempo de los días siguientes.
Siguió un silencio muy extraño. En casa de mis padres muy pocas veces no había algún ruido que alterase mis nervios.
—Quiero ser meteorólogo —terminé, por aclarar.
—¡Tú lo que quieres ser es imbécil!
Adagio que me ha perseguido toda la vida.
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La luz comienza a hacerse en estas extrañas criaturas que no sé si nos han acogido o apresado. Prosigo y les hago ver que los síntomas del cielo me condujeron a saber que iba a llegar una tormenta, y de ahí a los rayos. No quedan satisfechos, pero parecen tranquilizarse. Sobre todo, la hembra. A ella, esa explicación, más que nada, la excita.
Aprovecho y pregunto algo que me corroe. Una palabra con un significado desconocido no explica todo.
—Hablando de idiomas… ¿cómo es que hablamos el mismo? En el lugar de donde provenimos, las gentes de cada región no se entienden, hablan distintas lenguas: uno no entiende las palabras del otro. Me parece imposible que vosotros y nosotros, tan… lejanos, compartamos el mismo idioma.
Sonríen.
—Supondré que habéis bebido del manantial del monte Versi. ¿Es así? —responde, conciliador, el gran Luhuata.
—No sé cuál es monte al que os referís, pero hemos bebido, claro. Mientras caminábamos por la selva, vimos una fuente. Hacía tiempo que no teníamos agua, de modo que bebimos de ella.
—¿Tenía una roca de un azul brillante al lado?
—Pues, sí… Creo recordar que sí.
—Ese manantial es conocido entre nosotros como la Fuente Dodun. Quien sacia su sed en ella domina al instante todos los idiomas, de todas las criaturas vivas, de estas tierras. Parece que con seres como vosotros también surte efecto.
—¡Coño! Pues si eso existiera en nuestro país de origen, me sé alguna empresilla que iba a pasarlo mal —dice Xavi sonriendo. Intenta hacerse el gracioso. Debe pensar que esto es una distendida charla de bar. O intenta camuflar su nerviosismo. Por fortuna, las hoscas caras del resto lo devuelven muy pronto a la realidad.
—¿Qué queréis decir con de todas las criaturas? ¿Quién más habla en vuestro mundo?
—Las plantas, claro. ¿Quién va a ser?
—¿Que las plantas hablan? —Por una vez, Xavi y yo actuamos al tiempo.
—Claro. ¿No tenéis plantas en vuestra tierra? ¿No son seres vivos? ¿No sienten, se mueven y se comunican? Claro que hablan. No son como los animales… por ejemplo, un estúpido buey, que no sabe ni lo que se le da de comer…
Todos se ríen. Debemos de haber provocado algún chascarrillo, al preguntar cómo es que una planta puede hablar.
—Aunque no todas lo hagan, porque suelen dejar esa facultad para las más importantes de entre ellas, en este lugar cada planta posee la capacidad de hablar. Y sobre esto, ¿cuál es vuestro lugar, vuestra tierra de origen? ¿De dónde venís? —pregunta el jefe de nuestra patrulla, el tal Tarasiata.
Intento entonces hacerles ver cómo creo que hemos llegado hasta allí, pero no consigo nada. Al menos en esto estamos igual: ellos tampoco parecen entenderlo. Xavi acompaña mis explicaciones con asentimientos y gestos excesivos. Parece un traductor de lenguaje de signos envuelto en una bandera amarilla en forma de parka.
Me interrumpe un nuevo ser, armado como los dos que nos flanquean.
—Oh, Grande, ¡están aquí!
Todos se ponen alerta. El Grande entre los grandes palidece.
—¿Y Ella?
—Está a salvo, oh, Grande. Ahora mismo la están llevando fuera, por el túnel mediano.
—Ya sabéis dónde conducirla. Nos veremos allí antes del anochecer.
El recién llegado asiente y se evapora, tan rápido como llegó.
—¿Quién está aquí? —pregunto.
—Los boqmurek —responde el mandamás, sin prestarme demasiada atención, ocupado en bajar del trono y aviarse para algo—. Hemos de irnos —Creo que se dirige más a su gente que a nosotros.
—¿Por qué? ¿Quiénes son los boqmurek? —dice Xavi.
Por respuesta, una salva de saetas y gritos termina clavada en las paredes y en la mitad de estas criaturas que nos rodean. Una de ellas, acierta en el ojo al guía que nos ha traído desde el exterior, ese al que han llamado Govata, el taraq. Se desploma. Uno que no vuelve a levantarse. A Xavi le roza otra saeta, en la mejilla. Grita y maldice. Yo me encojo sobre mí mismo, tirado en el suelo. No me gusta que las flechas vuelen a mi alrededor, igual que no me gustó que se clavaran en el carromato volador.
El ser del trono me responde.
—Son los que, si no huimos, acabarán con nuestra vida —Esa vez sí que me mira a la cara—. Y con la vuestra.
Tiene razón: la siguiente flecha me atraviesa la mano, que tengo cerrada sujetando la mochila, preparándome para irnos a toda pastilla. Por uno de esos azares increíbles del destino, en ese momento mano y mochila están frente a mi pecho.
Grito de dolor.
Pero he salvado la vida: la punta del dardo ha quedado a pocos centímetros de mi corazón.
—¡Vamos! —dice Giselata, la criatura hembra— ¡Ya están aquí!