El lector del cielo. Capítulo 4: Prófugos

250209 ELDC cap 4 prófugos

4.- PRÓFUGOS

Este es el momento que Xavi escoge para mostrarse valiente.

—Somos Xavi y Manuel —Este no atendió mucho en clase— y trabajamos en televisión. Yo doy las noticias deportivas y él presenta el tiempo, en el canal…

—¿Qué es televisión?

De todo lo sucedido hasta ahora, lo que más ha sorprendido a Xavi no son las dos lunas o lo que eso significa, que parezca que los árboles hablan o se muevan como nosotros, o que entendamos el idioma de unos extraños que, dicho sea de paso, parecen humanos, pero no lo son. Lo más raro, a tenor de la cara que pone, es que no sepan lo que es la tele.

—¡Pues la televisión! ¡La tele! Eso que se ve en los televisores, los aparatos esos en los que pueden verse imágenes y escucharse ruidos —dice, hablando despacio y alto, como si fueran tontos, como hacen todos quienes sí lo son cuando hablan con alguien que creen que no los entiende.

Ellos se miran. Creo que están dudando entre matarnos y matarnos.

—¡Calla, Xavi! Está claro que no saben qué es la televisión.

El más serio vuelve a hablar.

—¿De dónde venís? ¿Sois espías de Rimidalvata?

—¿Quiéeeen?

—Al suelo. Ya —dice otro. Es uno de los que tiene el pelo en una coleta.

El fuerte enfunda su cuchillo y se acerca a nosotros. Primero a Xavi y luego a mí, nos pega una patada en las corvas, que logra hacernos caer. Dolorido, me siento como mejor puedo, con las piernas estiradas y las manos abiertas en actitud lo más inerme que puedo aparentar. Xavi, cómo no, lloriquea por el golpe.

El que ordenó nuestra sentada, enfunda también su arma y se acerca. Sus ojos rojos nos estudian, como si fuéramos cucarachas en un plato de Petri ante la lente de su microscopio.

—Hablad. ¿Quiénes sois?

—Somos viajeros. Nos hemos perdido y buscamos ayuda para regresar a casa.

—No parecéis viajeros. Vestís raro, vais sin montura y vuestra caravana es solamente de dos. Cualquiera sabe que no es prudente ir por ahí de dos en dos. El bosque podría mataros.

Dejo de lado eso de que el bosque podría matarnos y trato de averiguar más.

—¿Dónde estamos?

—¿Cómo? Dices ser un viajero ¿y no sabes dónde te encuentras?

—Así es.

—¿De dónde venís?

Eso ya es más complicado de explicar, pero Xavi se encarga de resolverlo.

—¡De otro mundo! ¡Una tormenta enorme hundió nuestro barco, nos trajo aquí y nos dejó tirados en la playa! ¡Luego subimos al monte y después llegamos aquí!

Los seres se miran entre sí de nuevo, excepto el forzudo, que no aparta sus ojos de Xavi. Del pelo de Xavi, diría. Es posible que los rizos de Xavi, negros como ala de cuervo, no sean muy comunes entre ellos, si todos tienen ese cabello tan rubio que es casi plateado. El más delgado deja de apuntarnos con la flecha y toma la palabra.

—No hay otro mundo del que venir. Este mundo es todo el mundo.

—Lamento disentir, pero eso que dices no es cierto.

Al escuchar mis palabras, los cuatro reaccionan como lo haría cualquiera de nosotros si dijeran que nuestro padre es un pedófilo y traficante de personas.

—¿Dices que miento? —La chica, cada minuto estoy más convencido de que es una mujer, vuelve a encordar una flecha, que acerca a mi cabeza hasta dejar su punta a un palmo de mi ojo. Mentir debe ser algo terrible en su sociedad, por lo que veo. ¡Si pasearan un día por XXXXX no se lo tomarían tan en serio!

—Seguro que no es a propósito… pero ese dato no es cierto. Hay más de un mundo, más de un planeta. Y este no es más que uno de ellos. Nosotros, creo, estábamos en otro y, todavía no sé cómo, llegamos a este tras la tormenta.

—¿A qué llamas planeta?

—Pues las cosas esas redondas que flotan en el espacio, como las dos lunas vuestras, o el sol…

¿De verdad, Xavi?

El sonido de un cuerno, o como yo creo que sonaría un cuerno si alguien soplara por él, interrumpe este agradable interrogatorio. Parecen alertarse.

—¡Los boqmurek! ¡Están muy cerca! —dice la hembra.

—¡Vamos! Que sea Luhuata quien decida qué hacer con ellos.

—¡Arriba!

Nos obligan a levantarnos y, a punta de cuchillo, a correr. Seguimos el mismo camino por el que Xavi y yo avanzábamos hasta toparnos con ellos, en dirección contraria al lugar de donde ha llegado el sonido de la trompeta o cuerno o lo que sea. Sus piernas son pequeñas, pero corren como galgos. Sus pies, más que pisarlo, levitan sobre el suelo. La única imagen que me viene a la cabeza cuando pienso en ellos corriendo es la de Marty Mcfly con un par de aeropatines, uno para cada pie. Al llegar a una zona con el sendero un poco más ancho, nos obligan a parar.

El más serio de los cuatro, el otro con coleta, grita a nadie:

—¡Venga, descubridlo! ¡No tenemos tiempo para juegos!

¡Menudas prisas! —suena.

Como si la espesura fuese un telón verde, los arbustos se apartan, dejando ver algo parecido a un carro. En el tiro, dos animales primos de algún caballo prehistórico, con grandes crines, grandes orejas, grandes dientes, grandes vedejas, grandes pezuñas y, curiosamente, pequeñas patas. Nos empujan hacia el carro y nos atan a unas pequeñas argollas que están en el fondo. Podemos movernos, pero no podemos escapar.

—¡Vámonos! ¡Ya!

Una flecha silba junto al oído de Xavi. No hace falta repetir la orden.

El cuerno se escucha más cerca.

La carreta parece más un vehículo de carga que estar hecha para escapar a toda prisa pero, pese a ello, tan pronto embarcamos y el ser fornido sacude las riendas, sale a toda velocidad. Nos sujetamos al borde del carro, a los ataderos, a cualquier cosa, aterrados.

Justo en ese momento se muestran nuestros perseguidores, rompiendo la espesura. Se parecen a nuestros captores, pero con ropas oscuras y cabellos sucios, no todos albinos. Montan animales que recuerdan a jirafas en miniatura de colores varios, obviamente más rápidas que los bichos que forman nuestro tiro. No gritan. Siempre imaginé que una persecución ¿a caballo? estaría rodeada de alaridos de ánimo, de ofensa, de intimidación… pero no. Estos nos hostigan en silencio.

—¡Ayudadnos! —grita el más serio de nuestros captores. Diría que es el que manda.

No sé si en respuesta a ese grito de auxilio, o por qué —hace tiempo que he dejado de preguntarme por qué razón suceden en este lugar las cosas que suceden—, un par de ramas golpean a nuestros perseguidores. Derriban a alguno. Otras ramas, en cambio, caen del techo del bosque para enredarse en las patas de nuestros animales. Ellos, mucho más grácilmente de lo que podía pensarse viendo sus patitas, saltan por encima.

Nuestros perseguidores se aproximan sin remedio. Encabeza la partida un ser malencarado, de glabra cabeza, un aro en cada orificio nasal y mirada feroz. No grita órdenes. Pero cada gesto suyo es obedecido sin demora por sus secuaces. Los tres que van armados con arco y flechas lanzan una nueva andanada. De no ser por el escudo que saca de algún lado nuestra propia arquera, Xavi y yo seríamos dos brochetas asustadas. Es un escudo amplio, del tipo del usado por los legionarios romanos, más hecho para protegerse de dardos y otros proyectiles que para evitar embates con una espada.

La arboleda, a golpe de galope, se abre poco a poco, hasta dejar paso a una llanura de hierba seca.

—¡El aviso, ya!

Entonces, la arquera lanza un dardo especial, previamente prendido, que enciende un pebetero semioculto a un lado del camino. Una llama azulada primero y rabiosamente naranja después, nace al instante. A lo lejos, vemos otra. Y otra. Y otra…

Nuestros cazadores siguen acercándose. Están a menos de treinta metros. Sus animales boquean, pero no flaquean. Zancada a zancada ganan terreno a nuestra especie de abortos bastardos de onagro y poni. No puede sorprenderme: en nuestro mundo y en cualquier mundo, algo parecido a una jirafa siempre es más veloz que algo parecido a un hipopótamo.

No vemos hacia dónde huimos, pues una niebla, espesa como puré de patatas, crece frente a nosotros. Otra flecha se clava en la carreta, cerca de la mano de Xavi.

—Pero, ¿por qué nos persiguen? ¡No hemos hecho nada! —grita, sacudiendo la mano—. ¡Manuel! ¿Dónde vamos?

Bastante tengo con dominar mi pánico como para responder a preguntas idiotas.

—¡Sujetaos bien! ¡Ya llegamos!

A medida que el avance disipa la espesura, un risco se dibuja ante nosotros. La niebla, claramente nacida del valle, asciende desde el fondo del barranco hasta nuestras narices. Es normal. En noches como estas, el vapor de agua generado en los puntos bajos de las vaguadas, por el mayor peso del aire frío que el del aire caliente, sumado a la aportación que mana de los arroyos, se condensa en niebla. Allí abajo hay un río, seguro.

Claro que eso poco importa cuando vas a morir despeñado.

—¡Manuel, que vamos al precipicio! ¡Están locos!

Hace el amago de soltarse, pero las ataduras son fuertes.

—¡Hazles caso, Xavi! ¡Agárrate!

Ya casi estamos en el borde.

Uno de nuestros atacantes, de jirafilla más rápida que el resto, ha llegado cerca, demasiado cerca. Está justo al lado de la carreta, donde estoy yo. A su rostro de sorpresa cuando cruza su mirada con la mía, sigue un intento de cortarme la mano que todavía se aferra al borde del carro como a mi vida. La quito justo a tiempo. El mandoble ha retrasado unos metros a mi enemigo que, empero, no tarda en azuzar a su montura para llegar de nuevo a nuestra vera.

No tiene tiempo a más.

El borde del abismo ya no está delante de nosotros: está detrás.

Caemos.

Picture of Eduardo Noriega

Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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