En su día, mi comentario respecto a estas fiestas fue que en la tierra de «El Libro Lacre», el común de los mortales tenía demasiados problemas como para preocuparse por los cumpleaños. Homeria es una tierra donde hay carestía de casi todo, penurias tras todas las esquinas, luchas por cada legua de tierra, caídas y matanzas por mor de ambiciones desmedidas… como para preocuparse por celebrar el día en que uno vino al mundo.
Esto, claro está, no significa que no hubiera fiestas de cumpleaños, o de la otras. En las aldeas se celebraba la llegada de la época de cosechas, o de la matanza, siempre que hubiera algo que recolectar o ganado que sacrificar. Por desgracia, eso no siempre sucedía, al menos en la época que se relata en mis libros. Pero la necesidad de ahuyentar las desgracias, aunque solo sea un día al año, hace que el ser humano, incluso en Homeria, incluso el más mísero, dedique gran parte de sus afanes a celebrar lo inexistente o lo obvio, como son los cumpleaños.
Que se celebren con gran boato o con una canción a la hora de comer las gachas, única comida del día, dependen de la situación de cada uno, algo que permanece en nuestra sociedad de hoy en día. Siempre he mantenido que, si alguien debe celebrarlo, es la madre, que es la que más trabajó ese día.
Pero no es de esto de lo que quería escribir hoy. Que retome el tema de los cumpleaños, aparte de la empecinada periodicidad con que siguen sucediendo hasta que alguien logre hacer que la Tierra deje de girar en torno al sol, se debe a que en el cuarto tomo de la serie, «Epílogo en Sangre», hice transcurrir uno de los capítulos durante la celebración de un cumpleaños.
Más sobre los cumpleaños:
En ese capítulo (el 19, si no recuerdo mal) se ahonda en las razones por las que la magnífica condesa Mandoline de Mongaut es como es. Quise, no explicarlo, porque de eso no van estos libros, pero sí ilustrar, poner en su justo entorno a una joven Mandoline que, a la tierna edad de doce años, era ya en gran medida la mujer que llegaría a ser, la que se ve en el resto de los libros.
En el texto no solamente se habla de su matrimonio a tan corta edad (la pobre estaba por aquel entonces algo decepcionada porque aún no se había casado ni tenía boda a la vista, algo que nos parecerá raro hoy y aquí, pero en la Homeria de aquel entonces era de lo más habitual) sino también otras cuestiones que orlarían su vida y definirían quién llegaría a ser, como las luchas fratricidas con su hermano, la pérdida de un ser querido o el sentimiento de culpa que pueden llegar a marcarnos de por vida.
Todo ello sucede mientras en la casa de su padre, el marqués Neodomus de Benton, se celebraba su duodécimo cumpleaños, lo que me permitió dibujar con precisión la precuela de la vida de la condesa Mongaut (el capítulo transcurre 25 años de la historia que constituye la trama principal de los libros) y la forja de su carácter, todo enredado en una celebración como esa.
No es que con ese pedazo de la historia me volviese un gran admirador de estos festejos, que siguen pasando en primera persona sin pena ni gloria, pero sí me reconcilió un poco con los cumpleaños, al haberme permitido ahondar en ellos de una manera que hizo que me relamiera de satisfacción mientras lo tecleaba, como un gato que ronronea ante las caricias de su dueño.
Pero también sé que hay otra parte del mundo, de hecho la mayoría del mundo, que celebra los cumpleaños con alegría y los aguarda con esperanza y a veces hasta con impaciencia o, cosas de la edad, con pavor. Por ellos también fue que escribí ese capítulo, para que mi cerrazón con la cuestión cumpleañera no me impidiese reconocer un motivo de dicha, cuando lo hay, en un mundo que tan parco es para regalarla.
A todos ellos y, aprovechando la coyuntura y la casualidad, también a una de mis más fieles lectoras, que celebra su día hoy mismo (ella lo sabrá cuando lo lea), no puedo más de desearles mis felices lecturas de siempre y también un feliz cumpleaños, cuando el calendario diga que les toca.
Imagen: El pastel de cumpleaños, Otto Rethel (1866)